sábado, 27 de febrero de 2010

Estaba sentada con las piernas abiertas...

Estaba sentada con las piernas abiertas, en medio de ellas un barrote de los muchos que había a lo largo del puente peatonal en el que me había detenido a contemplar el tránsito de los vehículos ese viernes por la noche: muchas luces y sombras, pocos rostros y pasos apresurados. Pensaba en la bonita parábola que haría mi cuerpo si cayera del puente, talvez caería de cabeza sobre el asfalto o imprudentemente sobre el capote de algún auto con dueño sobresaltado por el espectáculo. Pensaba también en lo bonito que se verían mi tacones si por el movimiento oscilatorio con que movía mis piernas, salieran volando hacia allá, hacia la avenida, como un pájaro que volara sin poner atención en el rumbo. Estaba tranquila, como había estado los días anteriores.

Unos pasos al principio apresurados se fueron haciendo más lentos conforme los escuchaba más cerca. Se detuvieron a poca distancia de mí. Mi acompañante era un hombre de alrededor de 40 años, estómago aguado, y vestido de oficina, como de esos que uno ve por la calle dirigiéndose con otros como él hacia alguna cantina, o de regreso a sus casas. El hombre veía hacia allá, abajo, hacia la negrura del asfalto, los ojos se le encogían con la intensidad de las luces de los autos. Se acuclilló justo a un lado de mí y empezó a hablar de cosas que de tan importantes las he olvidado ya. Sentí miedo por desconfianza, el mismo que siente una mujer sola en las calles nocturnas de este país, en esas calles la compañía no siempre hace el camino más seguro. El hombre no me veía y no se dirigía a mí, le hablaba a alguien allá abajo, le decía sobre la soledad y la compañía, sobre la noche y las luces, sobre la filosofía y la literatura, sobre todo y nada.

El hombre se sentó, y entonces aterrizó sobre mí su palabra y su mirada. Hablamos de cosas mundanas, de ti y de mí, de él y de ellos. Empecé a disfrutar su plática y su mirada, encontré a mi padre. No había mucha luz en el lugar donde estábamos, no veía con claridad sus rasgos ni sus movimientos. Luego de varios minutos, diez o veinte, o los mismos de la eternidad, vi que su mano insistía en recorrer su entrepierna, primero con suavidad, luego con mayor intensidad, su mirada se volvía hacia mí con insistencia, luego puso su mano sobre mi pierna y la recorrió en burda caricia, me acercó con fuerza hacia él e intento someterme. Volví a sentir miedo y desee largarme. De alguna forma logré zafarme y a pesar del miedo, lo miré y dije: “¿Para eso se sentó? Se hubiera comprado una puta y así no tenía que aburrirla.” Para el “puta” ya estaba sobre mis pies y el miedo se había convertido en coraje, un coraje que venía de la falta de entendimiento. ¿No podía sólo sentarse y compartir conmigo la noche y las luces, la avenida y el asfalto? Me alejaba cuando el hombre gritó, “Tú eres mi puta”. Metí mis manos a los bolsillos de mi chamarra y apreté con fuerza el pico que llevaba conmigo para protegerme. Nunca había tenido que usarlo, pero conforme empuñaba el pico dentro de mi ropa crecía el deseo de regresar y clavarlo sobre la espalda del hombre que había dejado atrás. Quería ver su cara retorcerse de dolor, ver el gesto de arrepentimiento por haber intentado someterme, así como yo me había arrepentido de haber confiado en la seguridad de la noche y las luces, deseaba con ansia vengarme de que me hubiera hecho pensar que yo no podía disfrutar de las calles como otros lo hacían.

El temor de las consecuencias me detuvo de regresar, pero el deseo de venganza se quedó conmigo. Había bajado del puente y caminaba sobre la avenida. Iba ensimismada pensando en lo ocurrido, en cómo había logrado zafarme, y en cómo no me había regresado a clavar el pico en la espalda de ese hombre. No presté atención al obrero que venía caminando en la acera de enfrente, tampoco vi que cambió de acera poco antes de pasarnos uno frente al otro. Me di cuenta de su presencia cuando nos alejaban diez metros de distancia. Nos miramos y yo titubé en cruzarme la calle. El miedo volvió, así como el deseo de venganza y de regresarme y clavar el pico en la espalda de aquél infausto hombre. Caminamos hasta que estuvimos casi de frente, él se acercó rápidamente a mí y sin tocarme me dijo sobre sus deseos sobre mi cuerpo. Lo siguiente que vi fue su cara de dolor y lo que imaginé sería el gesto de un hombre que no entendía bien qué era lo que pasaba. El pico se ensañó varias veces sobre sus carnes, se metió en su pecho y en su estómago, incluso en su cuello y en su boca. El obrero se recostó sobre la calle, débil, solo, sin nadie que le ayudara, como si fuera un pedazo de carne tirado a mitad de la avenida. Agonizaba, pero yo no escuché ningún sonido que oliera a muerte, el hombre decidió morir en silencio.

Me alejé del lugar. No sentía placer ni satisfacción, otras carnes habían recibido abnegadamente el pico. El deseo de venganza no se quedó con el muerto, me siguió esa noche hasta mi cama. Me sigue todavía.

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