martes, 7 de diciembre de 2010

Primavera

Para Karla, con cariño.

No había pasado mucho tiempo que habían dejado de verse. Era doloroso verlo en retrospectiva, a pesar de que sabía que haber terminado era lo mejor para ella (y suponía que también para él), admitía que sí hubo momentos agradables, momentos en los que ambos habían reído sinceramente para luego bajar la mirada, enseguida levantarla y quedar frente al horizonte. Sin embargo, sabía muy bien por qué la relación había terminado: él nunca la había apasionado. Tardó talvez dos o tres meses en darse cuenta, pero finalmente supo que estaba buscando otra cosa.

Esa búsqueda siempre había resultado pesada, y por alguna razón, siempre la había remitido a algún día de primavera hacía unos cuantos años, cuando se acercaba a la veintena. Talvez la búsqueda era lurda porque había cargado también con lo ocurrido aquel día. Cuando recordaba ese momento volteaba a ver a su hermana, se aferraba a su mano, y no la soltaba hasta sentirse nuevamente en una pieza; afortunadamente su hermana siempre había sido paciente y constante, su mano siempre estaría cada vez que la primavera volviera.

Las primaveras no siempre fueron así. Recordaba que antes era la mejor época del año. Cada vez que regresaba de la escuela, dejaba su mochila en la casa, saludaba a su madre y luego de comer, jugar y pelearse con su hermana, salía en su bicicleta a un parque cercano, se bajaba de ella para recargarla en algún árbol que encontraba, y se sentaba a disfrutar del viento, del sol y de los sonidos que llegaban de todas partes, un niño llorando, la tortillería que seguía vendiendo tarde, un grupo de niños riéndose, el paso de los autos. Un día, esa época del año había dejado de significar alegría para convertirse en otra cosa… pero hacía falta sacudirse la inercia, pensar en el horizonte y olvidarse un poco de la montaña que había dejado atrás; hacía falta hacerse los ánimos por las mañanas.

No era primavera cuando había terminado la relación con su antiguo amigo, era más bien mediados del otoño; y fue casi acabando la estación cuando conoció a Guadalupe. Al principio no la había notado, iba al trabajo de su hermana a comprar algún dulce o rentar una película, y la encontraba en la tienda trabajando. Poco tiempo después, cruzaron alguna palabra, Guadalupe se acercaba cuando buscaba alguna película y le preguntaba por ejemplo, si buscaba algún título en particular. En otras ocasiones, Guadalupe encontraba la forma de hablar con ella de alguna tontería, molestaba a la hermana, o comentaba sobre la gente que entraba y salía del centro comercial o de los puestos que vendían productos de diciembre; su hermana comentaba en ocasiones sobre ella en la casa. Fue notándola de a poco.

Una vez, su hermana había invitado a Guadalupe a cenar a la casa, Viri siempre había sido muy amistosa con la gente y no le sorprendía que llegara acompañada de nuevas personas. Luego de cenar pizza, se quedaron en la sala a jugar algo en video (siempre le habían gustado los video juegos). Guadalupe no era muy buena y ambas, su hermana y ella, se burlaron varias veces. Guadalupe era agradable, además tenía una forma de mirar que hacía que uno prestara atención en ella, tenía una forma de ser tranquila, mostraba curiosidad, pero también mucho cuidado para no dejarse ir.

Con el paso del tiempo, fueron conociéndose, y ella comenzó a sentir aprecio auténtico por esa chica de aspecto infantil y de mirada profunda. Sus conversaciones se volvieron más largas y personales, hablaban de sus experiencias pasadas y de las reacciones emocionales que habían tenido. Una vez, Guadalupe le contó sobre su abuela, le dijo que fue la primera mujer de la que se enamoró en su vida; le contó que su padre la golpeaba cuando niña y que esa fue la razón por la que dejó la casa de su abuela para buscar vida por sí misma. A ella le sorprendía cómo los golpes del padre no habían mermado las ilusiones de la chica, y cómo no habían tampoco impedido que Guadalupe fuera amable con los demás, el monstruo no había logrado destruir a la niña; pero sobre todo admiraba cómo el espíritu de Guadalupe no había enflaquecido, admiraba la tremenda fortaleza que esa niña había conservado para sí.

No recordaba bien cómo se había dado el viaje a Puebla. Quizá de algún comentario que Viri y ella hicieron al respecto (su madre había sido de allá), y por alguna razón que tampoco recordaba, Viri no pudo ir; así que ambas empacaron algunas cosas y se fueron juntas. Se detuvieron en cada iglesia de la ciudad, tomaron muchas fotos, comieron helado hasta saciarse y, claro está, hablaron mucho. Fue allí cuando se enamoró de Guadalupe, se enamoró de su risa, del optimismo que tenía frente a su vida, de esa mirada profunda y del tono grave de su voz, se enamoró de su simpatía y de cómo le seguía el juego cuando ella decía alguna tontería… había encontrado lo que buscaba.

La relación tenía sus altibajos, Guadalupe y ella discutían de vez en cuando, pero el vínculo que habían establecido desde aquel viaje les ayudaba a lidiar con los desacuerdos y las discusiones que surgían. Además estaba Viri, el angelito con el que había crecido; sabía que ambas se tenían una a la otra para sostenerse de la mano cada vez que hiciera falta.

Las primaveras comenzaban a recuperar el sentido que antes tenían.