viernes, 23 de diciembre de 2011

¿Qué es una pérdida de algo que nunca se tuvo? ¿Qué sensación en las entrañas de dejar ir algo que nunca estuvo? Eso y otras preguntas rumio, como rumio recuerdos varios, a la orilla de la azotea desde la que veo la ciudad. Esa ciudad sobre la que parece expandirse el silencio torpe que surge de mi pecho y de mi voz tartamudeante. Porque, a pesar de lo digan, la ciudad es un ente vivo que contiene, como jarro de mezcal, las vidas de los que habitan en ella : los vicios, los gritos, las vendimias, los besos y los fluídos ordeñados en extrañas noches ajenas; pero también las miradas, las conversaciones difíciles, las lágrimas anónimas tiradas por la calle con vocación de huellas.

Pienso que si fuera posible hacer una radiografía del piso de la ciudad, sería posible ver una cama larga y fina de ese jugo humano, de ese pedazo de mar que nos introducen al nacimiento reservado para expresar la tristeza. ¡Cómo si no hubiera otra forma de expresarse más que derritirse por los ojos! Sería una cama larga y fina de nuevas y antiguas lágrimas tiradas anónimamente, que esa ciudad seca y marchita reclama para sí en intento ¿exitoso? de conservar algo de vida y calidez.

Y este asunto de llorar es como si uno se diluyera, como si con el paso del tiempo, y con flujo continuo de ese jugo incoloro, la carne se desgajara para volverse agua salada, y de a poco uno fuera haciéndose menos hasta no quedar nada más. La existencia deshecha en mar, podríamos decir. Continúo viendo la ciudad desde la azotea en la que me encuentro, dejando salir un poco de mar de mí para ofrendarlo a la ciudad seca que lo reclama.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Fantasmas

Corría el año en el que te conocí (porque en mi caso el tiempo es Antes de Ti y Después de Ti), habíamos vivido ya los primeros días de viento fresco y yo, junto con la gente, comenzaba a fantasear gratamente con los días de invierno. Había decidido ese día ir a una plaza comercial para buscar el doble libro del vizconde que me ayudaría a recuperar la cordura y, luego de recibir ayuda de una joven distraída, salí con el libro bajo el brazo. Iba de regreso hacia la avenida plagada de monstruos de metal que chillaban en cacofonía angustiada, cuando pasé al lado de un café donde hacían buenas baguettes y un café aceptable. Entré disfrutando ya desde ese momento la silla del rincón que me permitiría silencio y soledad para sumergir en el café las primeras impresiones del libro que traía conmigo. Me acerqué a la barra, pedí y pagué café y algo ralo de comer para no despertar sospechas. Con plato y taza en mano (el libro siempre cálidamente en mi sobaco), pasé por entre las mesas del lugar hasta encontrar aquella silla que me saboreaba desde la entrada. Casi aventé los objetos sobre la mesa para desocupar mis manos, y en entusiasta movimiento caí sobre la silla y rompí rápidamente la delgada envoltura que me había privado de hojear el libro en la tienda. Puse a un lado la envoltura rota, tomé un sorbo de aquél otro oro negro, y me dispuse a leer.


Estaba en la veintena de páginas, cuando la luz artificial del lugar dibujó sobre mi mesa la figura de una persona, levanté la vista y con sorpresa me encontré frente a un hombre de mediana edad, complexión y color de piel medios, con cabello cano y algo de barba plateada. Sus ojillos eran inquietos pero parecían dejar pasar de a ratos, una expresión de tristeza. El encuentro que, ahora que lo veo hacia atrás, ahora que lo recuerdo digo, fue extraño por decirlo de alguna manera, se desenvolvió de la siguiente forma:


El hombre se sentó sin siquiera preguntarme si me importunaba (no pude largarlo porque el hombre tenía a su favor mi debilidad para comunicarme), y comenzó con una diatraba que aparentemente poco sentido tenía en un principio. El hombre se describió como un ser de única categoría, un “diferente”, así lo dijo, que no implicaba necesariamente nula similitud con los otros (creo recordar que el hombre dijo “el resto”). El hombre dijo que a diferencia del resto, él no se desdoblaba, que era único y sólo en el mundo. Que era de oficio perseguidor y de ratos libres fantasma, pero que no se dedicaba a asustar, es decir, que no formaba parte él de la casta de aquéllos que habían sido caricaturizados para placer de los niños (“¿Por qué qué otra cosa es el miedo sino placer por lo desconocido?”). Que él era más bien de los perseguidores acuciantes cuyo objetivo último está en hacer perder la cabeza al perseguido, hacerlo caer en trampas elegantemente escondidas detrás de retruécanos del lenguaje e imágenes cubiertas de neblina.


Sobra decir que el discurso del hombre me había atrapado, sus palabras me atraían como si leyera una novela de intrigas. Estaba yo ahora con mi cuerpo echado hacia atrás, con la mirada fijamente puesta en el hombre, y haciéndome preguntas sobre el origen y la identidad del sujeto, sobre su cordura, sobre sus motivaciones para hablarme, y de sus intenciones hacia mí. Miré a mi alrededor sólo para asegurarme que seguía en el mismo lugar al que había entrado. El bullicio seguía siendo el mismo, pocas mesas ocupadas, un par de adolescentes en la esquina contraria, un grupo de señoras con sendas tazas de café frente a ellas, y en ese rincón, yo y el hombre, en monólogo con poca lógica.


El hombre siguió describiéndose, se dijo atemporal y ubicuo, “¿Se cree usted Dios? Usted está loco”, lo interrumpí. “No, claro que no”, respondió, “yo existo, aquí estoy frente a ti, ¿o puedes negarlo?”. No pude: allí estaba él ocupando un espacio y un tiempo como yo y las señoras y los adolescentes, y los empleados, y las mesas y las sillas. Insistió en su atemporalidad y ubicuidad sin embargo. Pregunté que si estaba en ese lugar frente a mí no podía estar en otro, digamos con su mujer en su casa, ¿cómo podía estar convencido de su cualidad de ubicuo? “¿Cómo sabes tú que no estoy con ella? ¿Estás tú también allá?”, fue lo que recibí como respuesta. Pregunté entonces por sus canas, “¿no son un signo de tiempo?”. “No, las canas son un atributo que otros me asignan, podría no tenerlas” dijo, y enseguida se las quitó. Apareció el hombre ante mí igual que antes, pero sin barbas, sin mayor consecuencia, pero ya sin ellas. Empecé a dudar de quedarme, volté hacia el resto de la gente tratando de buscar una mirada cómplice, y al mismo tiempo tratando de ocultar la angustia que sentía, “¿soy yo la que está loca?”, quise gritar. Me contuve. Volví a mirarlo. El hombre sonreía con mueca tranquila y podría decir también paternalista. Se levantó, tuve temor, caminó hacia mí los pocos pasos que distaban entre nosotros, y se sentó en la silla donde estaba sentada, ocupando el mismo espacio que yo ocupaba, sentándose en la misma posición que yo tenía. El hombre hizo coincidir sus piernas con las mías, su espalda con la mía, sus hombros y cabeza con los míos, su mirada con la mía. Frente a mí quedó una silla vacía, el libro que leía estaba sobre la mesa abierto en alguna página en la veintena. El bullicio del lugar continuaba, nada había cambiado alrededor.


Salí con libro bajo el brazo, con fantasma de oficio perseguidor conmigo. Traté de esconder el deseo de arrancarme de un jalón los cabellos sólo por guardar las apariencias.

domingo, 26 de junio de 2011

Ninfa

Lloro tu muerte cuando pienso en la acabada posibilidad de tenerte. Sufro tu ausencia cuando olvido que pensé en ti cuando dejé de verte; cuando me doy cuenta que pienso en ti como un procedimiento médico. Tu existencia significó la consciencia de la creación de la vida, y al mismo tiempo, la posibilidad de destruirla; tu existencia me aliena: no me pienso dios, pero sí un ser con otra constitución… con otra naturaleza. Bajo mis pies nacen nuevas plantas, verdes retoños de árboles, pero el río se ha quedado estático. Hoy el bosque es abrumadoramente silencioso, y la fuerte lluvia reduce mi vista. Hoy es día de Albinoni y de café sin azúcar.

martes, 21 de junio de 2011

Extracto de Kertész

EXTRACTO DE LA NOVELA KADDISH POR EL HIJO NO NACIDO DE IMRE KERTÉSZ

“¡No!”, enseguida, en el acto, sin titubear y de manera como quien dice instintiva, sí, todavía instintiva, por el momento sólo instintiva, aunque fuera con instintos que trabajan contra mis instintos naturales, pero que ya se convierten – se convirtieron – en mis instintos naturales y, más aún, en mi propia naturaleza; este “no” no era pues una decisión en el sentido de tomar una decisión libre entre un “sí” y un “no”, no, este “no” era una reconocimiento, no una decisión que yo tomaba o podía tomar, sino una decisión respecto a mí, que de hecho no era una decisión, sino el reconocimiento de mi condena, y a lo sumo sólo puede considerarse una decisión en tanto que no decidí contra la decisión, lo cual sin duda habría supuesto una decisión errónea porque cómo puede el hombre decidir contra su destino, para usar este término tan pedante por el cual entendemos aquello que menos entendemos, o sea, a nosotros mismos, es decir, el factor pérfido y desconocido que no cesa de trabajar contra nosotros y al que nosotros, ajenos y enajenados, inclinándonos ante su poder con una sensación de repugnancia, por así decirlo, simplemente denominamos nuestro destino.  Y si no quiero ver mi vida sólo como una sucesión de azares arbitrarios posteriores al azar arbitrario de mi nacimiento – lo cual sería, cómo expresarlo, una visión bastante indigna de la vida –, sino más bien como una serie de conocimientos en los cuales mi orgullo, al menos mi orgullo, encuentra cierta satisfacción, la pregunta que se perfiló en presencia y, hasta podría afirmar, con la asistencia del doctor Obláth: mi existencia vista como posibilidad de tu ser, se modificó de la siguiente manera a la luz de la serie de conocimientos y a la sombra del tiempo que pasaba: tu no-existencia como liquidación radical y necesaria de mi existencia.  Porque sólo así adquiere sentido todo cuanto ocurrió, cuanto hice y cuanto me hicieron, sólo así tiene sentido mi vida absurda y también el hecho de proseguir aquello que empecé, o sea, vivir y escribir, lo uno o lo otro, ambas cosas a la vez, porque el bolígrafo es mi pala, cuando miro adelante miro única y exclusivamente atrás, cuando me concentro en el papel, miro única y exclusivamente el pasado: y atravesó una alfombra de color azul verdoso como si fuese el mar (…)

miércoles, 8 de junio de 2011

Vocación para la tristeza

Había sido una tarde especialmente calurosa en la ciudad, la temperatura había llegado cerca de los cuarenta grados en algunas zonas del área conurbada. En la calle se sentía una incomodidad general que provocaba el profundo calor que parecía iniciar en los huesos y salir del cuerpo para reflejarse en las planchas de asfalto que, a su vez, lo devolvían con intensidad. Las personas que no usaban lentes oscuros cerraban los ojos para dejar entrar la menor cantidad de luz posible, que a esa hora del día resultaba cansada y muy molesta.


Habían pasado ya varias horas del medio día, había soportado en la calle las peores horas del sol, y regresaba a casa cerca de las seis de la tarde. Llegué a casa, comí algo fresco rápidamente, y me acosté en la cama con otra ropa buscando el lugar más frío del departamento. Cogí un libro de Camus, leí sobre los últimos párrafos que había leído la última vez. Luego de una hora comencé a sentir sueño, una especie de sopor que se juntaba con la calidez del viento que entraba por mi ventana. Sabía que dormir a esa hora solamente me haría sentir más incómoda, seguramente despertaría sudada, y eso me provocaría mal humor y pereza durante el resto del día. Sin embargo, el sopor y la calidez me pesaban, me hacían mover la cabeza de un lado a otro buscando distraerme o voltear de vez en cuando a ver el movimiento de la cortina, provocaban que mis párpados se entrecerraran para después volverlos a abrir con sorpresa y bostezar finalmente. Cinco minutos después, había dejado la novela a un lado, y buscaba la mejor forma de usar la almohada. Estaba todavía pensando que me despertaría de mal humor, cuando por alguna razón recordé al religioso.


Fue un recuerdo sumamente extraño a la situación. Lo recordé primero físicamente, su apariencia raquítica, su cara de niño enfermizo, a pesar de que tenía más de treinta años, sus manos huesudas, su cuerpo magro cubierto generalmente por ropa holgada. Siempre llevó el cabello desaliñado y largo, y cuando lo soltaba, uno recordaba dios sabe qué imagen de Cristo con el cabello negro, la faz pálida y la expresión de una profunda tristeza. Recordé enseguida algunos aspectos de su carácter, el hombre me parecía pedante, hacía comentarios irónicos que parecía disfrutar, y era misántropo. Tratando con él, algunas veces me parecía que luego de haber pasado diez años de su vida recluido en el orfanato, tenía dificultad para convivir con otros que nunca tuvieron la disciplina o las limitaciones que él; observaba que algunas conversaciones las consideraba totalmente sin sentido y que, con el paso del tiempo, la única forma que había encontrado para relacionarse con otros sin ser rechazado fue volviéndose un simple, hacía chistes crueles, sus comentarios eran infantiles, rechazaba comentar cualquier conversación que tuviera mínimas implicaciones sexuales o se ensañaba con aquellos que comentaban al respecto, y se negaba rotundamente a sentirse atraído románticamente hacia otros.


Fue el tercer aspecto que recordé, sin embargo, lo que capturó los últimos minutos de lucidez antes de caer completamente dormida. Una vez había contado, de manera muy breve, la ocasión en la que un huérfano con cáncer al que había estado cuidando los últimos años de su vida con dedicación, finalmente murió en sus brazos. Cuando lo contó no se notó tristeza, más bien lo contaba como alguno cuenta un deber llevado a buen fin, talvez con un sutil dejo de condescendencia por el niño o quizá por él mismo. Acostada, lo imaginé solo con el muchacho en brazos, desesperado ante la muerte, y con deseos de irse con él para no dejarlo abandonado. La reticencia a la desolación, la lucha contra la atracción obsesiva de la soledad, la negación de la individualidad. No había sorpresa en el hecho de que en los últimos minutos de mi conciencia había proyectado sobre él y sobre el muchacho el dolor que sentía por estar a punto de desdoblarme. El religioso dejó de serlo porque no fue obediente. Me dormí. Cuando desperté no sentía calor, comenzaba a llover.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Instrucciones para escribir una comedia

Sírvase sentarse a meditar un poco sobre sí mismo. Encuentre un momento de su vida no hilarante sino más bien dramático, si encuentra uno trágico, será más fácil su escritura. Sirvan de ejemplo, la primera vez que se le derramó leche sobre la superficie recién lavada de la estufa, el accidental asesinato de una mosca al tratar de dejarla salir por la ventana, la confusión incómoda de haber pensando que sí le gustaba cuando en realidad no. Si su seriedad de hombre o mujer adulta le dificulta la búsqueda de algún objeto memorioso como los anteriores, yo le puedo prestar uno de los míos, puede ser que al saberlo se le viene con él alguno suyo a la memoria. Tenía yo, digamos cerca de diez años, y me encontraba sentada sobre un volantín con varios otros niños de la edad. Alguno de los compañeros niños daba con fuerza el volantín, lo cual ponía a todos los involucrados (incluyéndome) de feliz humor. Los niños tenían una severa carcajada en sus rostros, mi naturaleza contemplativa me permitía una sólida sonrisa. Observe cerca de la décima vuelta que el movimiento del volantín movía violentamente las flores y ramas que crecían alrededor del volatín, y que sobre una de las flores, estaba posado un saltamontes feo como todos los individuos de esa especie. Se veía que el saltamontes tenía un gran tesón, el insecto se aferraba con fuerza a la flor que lo cargaba. Estaba el animal sin embargo peligrosamente cerca del borde del volantín. Ocurrió entonces en mí un cambio cualitativo, digamos del tipo ontológico, en el momento que el tesón del saltamontes sirvió de catalizador para que mi contemplativa alegría se convirtiera en alguna clase de solidaridad inútil con el saltamontes. Se me ocurrió entonces que podría acercar mi mano cuando el volantín me lo permitiera y rescatarlo de tan peligrosa situación. No fue así sin embargo. Lo tomé dentro de mi puño de niña y traté de incorporarme. La fuerza que hice contra la velocidad del volantín para incorporarme fue tal que cuando abrí la mano, el insecto había muerto del apretón.



Una vez que usted tiene en sus manos el momento trágico que su memoria le haya permitido recordar, permítase contemplarlo de lejos, recupere el evento en sí y tórnelo de lado, de arriba abajo, hasta que comience a observarlo de otra forma. Hasta que, a fuerza de repetición, pierda el sentido primero, y adquiera otro, súmele lo que usted desee. Tome un bolígrafo y papel, y comience a escribir antes de perderse en la vorágine de significados-significantes.

Conversión de los cuerpos

Los senos (o glándulas mamarias, para los cuidadosos de las fórmulas sociales) de la mujer a quien observo se mueven al ritmo del movimiento del camión que tomé hace ya una media hora. El movimiento de los senos de la mujer que, vale la pena la aclaración, me permito ver no debido al gusto erótico por los mismos, sino debido simplemente a que no hay nadie viéndome a mí verla a ella, el movimiento entonces de los senos de la mujer me hace pensar en diversas cosas que responden a una feliz variedad de temas. El movimiento arriba-abajo-arriba-abajo, y a veces, arriba-izquierda-abajo-derecha, de las mamas de la dama sentada a unos asientos de mí, me hace recordar aquellas ocasiones en las que yo misma sentada en un lugar igualmente inquieto, saltaba cuando tomaba el transporte público de la escuela secundaria a la que asistía de regreso a mi casa. Y recuerdo en ese momento, que ese movimiento de arriba-abajo-izquierda-derecha me provocaba más bien risa que molestia, porque en ocasiones iba acompañada, y el movimiento también modificaba el ritmo de mi conversación con mi compañera: en-tons-esy-o-lede-cía-queno-lehi-cier-a-caso-has-taqu-eno-ha-blara-bie-ncon-mi-go (arriba-abajo-izquierda-derecha), y uno hacía como si no hubiera diferencia en el ritmo de la conversación, lo cual sólo convertía la situación en una más hilarante.


El curioso movimiento de las mamas de la dama a quien veo, no obstante, me hace pensar con mayor detenimiento en un fenómeno (he de llamarlo así), que definiré como conversión de los cuerpos. Digamos por ejemplo, que soy yo una buscadora de lo estético per se y que al visitar el mercado, me detengo frente al puesto de mangos, que observo como unas bellas piezas de un llamativo color amarillo (aunque la piel de la fruta tiene sus detalles, algunos destellos verdes, algunas piezas con mayor intensidad de color, etc.), son los mangos, observados por mí de esa forma, objetos de arte, sin mayor esfuerzo que solamente haber sido colocados en orden por el tendero y cuyo logro magnífico de la apariencia debe solamente al efecto del sol, la tierra y el agua. Los mangos son entonces piezas estéticas que bien pudieran estar al lado de La Pietà, por ejemplo. Sin embargo, mi sentido de supervivencia provoca en mi conducta la decisión de acercarme al tendero y pedirle que me ponga en bolsa un par de aquellas piezas a módico precio, y entonces ingerirlas luego de haber llevado la bolsa hasta mi casa. Los objetos de arte se convirtieron (sin que pasara demasiado entre ambos momentos) de ser un acto estético a servir como un instrumento para mi preservación biológica, es decir, los mangos eran (así, sin limón ni sal) para luego ser el medio de. El mango sufrió una transformación que si bien no fue de materia, fue en ésta donde se pudo observar la consecuencia de tal conversión.


Yo soy aquellos mangos también. Tú me observas como yo observaba los mangos en aquél primer momento en que los definía como objetos de arte. Yo triangulo ese deseo de encontrar lo estético per se al definir el bello movimiento de las mamas de la dama sentada a unos asientos del mío al ritmo del transporte público por el medio de una calle sin nombre dentro de la ciudad; sin embargo, convierto irrespetuosamente el cuerpo de la mujer en un instrumento para mi deleite memorioso de la secundaria, y al mismo tiempo (por que mi cerebro me permite, ¡oh! pensar en concatenación) me sirve como medio a través del cual recuerdo tu mirada de espectador de museo que algún día me asignaste.

sábado, 2 de abril de 2011

La niña y el becerro

Transcribo un cuento cuya autoría debe a Ulises Lara, contado un día cuando estaba sentado en una banca de un parque de Guadalajara. Agregué, a la hora de la transcripción, algunos detalles, la historia original sin embargo, es suya:


Había una vez una niña muy ansiosa e insatisfecha. Era muy común verla con cara de pocos amigos, y cuando creció un poco más, ponía intencionalmente mala cara para que la gente no se le acercara.


No siempre había sido así, sin embargo. Antes, la niña era feliz. Se le veía contenta y sonriente todo el tiempo, rodeada de amigos. Era una niña muy paciente, incluso cuando se le veía sentada sola columpiándose se notaba plena y contenta.


Una vez, sin embargo, la niña perdió la paciencia, se enojó y nunca volvió a contentarse. Se volvió gruñona e impaciente, intolerante y desconfiada… poco a poco perdió a sus amigos, porque ninguno quería estar con una niña que todo el tiempo estaba de malas, porque les impedía jugar felices. Se veía a la niña caminar siempre sola, y aunque en algunos momentos mostraba una sonrisa sutil, si una persona se acercaba, inmediatamente cambiaba su facción para volverse huraña y malhumorada, y apresuraba sus pasos para alejarse de ella lo más pronto posible.


Un día, mientras la niña caminaba, encontró una puerta grande de madera que decía “Bienvenidos al establo más feliz de la región: entre, sírvase un vaso de leche fresca y disfrute”. La cara de la niña inmediatamente se transformó de una de mal humor a otra de felicidad, porque, ¡oh sorpresa! a la niña siempre le había gustado la leche fresca de vaca por las mañanas acompañado con una buena pieza de pan dulce.


La puerta estaba abierta, así que la niña entró. Caminó unos metros y se encontró frente a un llano de pasto verde tan vasto como su mirada le permitía ver, con cercados aquí y allá que encerraban vacas. Siguió caminando, observando los detalles del cambio de paisaje, notando los cambios de las pieles de las vacas, había algunas manchadas, otras blancas, otras negras, otras pardas; unas más grandes, otras más bien pequeñas. Todas ellas pastando tranquilamente, como si la niña no pasara observando detenidamente sus detalles.


Después de media hora de caminar, la niña encontró un cercado dentro del cual no solamente había vacas, sino también becerros. Era el cercado de las vacas que acababan de dar a luz, y que habían sido separadas para que pudieran amamantar a sus becerros cómodamente. La niña se acercó tímidamente, dando un paso cada vez, porque no quería perturbar toda aquella tranquilidad que percibía. Caminó tantos pasos que quedó justo frente a la cerca de madera. Frente a ella, había un becerro que, habiendo sido alimentado por su amorosa madre, jugaba dando saltos. De repente, la niña levantó su brazo, cruzando con él la cerca de madera, intentando tocar al becerro. Éste se detuvo, y se quedó observando el movimiento de la niña; el becerro poco a poco fue acercándose a la niña para olisquear su mano. El olisqueo del becerro le causó a la niña cosquillas, lo que provocó que se riera un poco. El becerro se asustó con el ruido de su risa, y se alejó unos metros. Sin embargo, volvió a acercarse nuevamente a la mano de la niña sin importarle mucho su risa. La niña inmediatamente sintió simpatía por el becerro. Y eso hizo a la niña quedarse en el establo por algún tiempo.


La gente que administraba el lugar, la había aceptado de buena manera para que se quedara, y la niña, a cambio del buen trato que recibía, ayudaba en las actividades del lugar, a veces ordeñaba vacas, otras llevaba pastura a los comederos vacíos, pero también a veces le tocaba limpiar el suelo de los cercados. Sin embargo, todos sus tiempos libres los pasaba jugando con el becerro que había visto saltando el día que había llegado.


Así pasaron los meses sin que la niña se diera cuenta. Todos los días, la niña se levantaba, disfrutaba de un vaso de leche fresca, se iba a ayudar en las labores del establo, y por las tardes jugaba con el becerrito. La niña se dio cuenta que, conforme pasaba el tiempo, el becerro iba creciendo poco a poco: sus patas se iban haciendo más altas, su cara se iba tornando más grande, y su cuerpo se volvía cada vez más grueso para parecerse más a su madre vaca. Y lo maravilloso era que la niña disfrutaba el pasar del tiempo viendo al becerro crecer poco a poco.


La gente del establo observaba todos los días un cambio en la niña, quien pasó de ser una niña renegona y malhumorada, a otra sonriente que disfrutaba los días viendo crecer al becerro.


Con el paso del tiempo, el becerro se transformó en una vaca, como su madre. Un día, la niña vio cómo el becerro ya transformado en una vaca joven, era llevada del establo donde la niña lo había encontrado por primera vez, a otro donde había otras vacas jóvenes. Fue en ese momento cuando la niña se dio cuenta que los becerros, una vez vacas, podían ser ordeñadas para que la gente pudiera tomar leche.


Ese día, la niña aprendió algo que nunca olvidó en su vida: para poder disfrutar de cosas buenas, uno debe ser paciente y esperar para que un becerro pueda crecer lo suficiente hasta convertirse en una vaca que pueda dar leche; mientras tanto uno puede disfrutar viendo al becerro crecer… no hacía falta ser impaciente y desesperarse.


Fue una lección que nunca olvidó.

domingo, 6 de marzo de 2011

Miradas

Estaba parada en algún crucero del centro de la ciudad en fin de semana esperando la luz verde para poder pasar al otro lado de la acera. Ambos lados de la calle estaban atestados de gente que aprovechaba ese día para salir con la familia, hacer compras o no hacer otra cosa más que estar allí. El calor era sofocante en ese periodo del año, y dada la hora del día, el sol caía directo sobre los poros de mis brazos, recorriendo cada milímetro de la piel y quemándola en el trayecto.


En algún momento, mientras esperaba, me percaté del hombre que quedaba justo frente a mí del otro lado de la acera. Era un hombre más grande que el promedio, piel oscura, cabello lacio pegado a su cráneo con alguna crema, y unos enormes ojos que resaltaban sobre el fondo oscuro de su piel.


Los autos pasaban frente a mí, y conforme pasaban, perdía de vista al hombre, luego volvía a aparecer frente a mí con una mirada o postura diferente. El hombre iba mostrándome un relato de sí mismo conforme lo observaba al otro lado de la calle. Me hablaba de su seguridad y de su impaciencia a la espera, me decía sobre la continuidad de su camino por la ciudad, sobre sus preguntas sobre los de alrededor, y sobre su inquietud de mi mirada.


Cruzamos en verde, y estuvimos a punto de tropezar. Él siguió su camino, yo continúo su relato en este texto.

Cuarta Fotografía (una anciana)

Como todas las mañanas, se levantó despacio de su cama, acomodó un poco las sábanas y la cobija que usaba; se limpió con un lienzo suave su cara, sus axilas y su pecho, y se vistió también lentamente. No había prisa, eso era para la gente joven, ella tenía ya ochenta y cinco años y tenía la firme convicción de que por su edad, se había ganado el pleno derecho a ser lenta.

Se había levantado de un humor ligero y alegre, como generalmente se despertaba. Se puso un vestido de flores que le cubría las rodillas y los codos, una prenda que a ella le gustaba mucho y que a su marido también solía gustarle en vida. Salió de su cuarto y saludó a las enfermeras y algunos otros ancianos que habitaban el asilo a quienes encontró en los lugares comunes. El lugar no era lujoso, pero era limpio y había espacio y comida suficiente para todos, además el lugar contaba con un jardín amplio al que el administrador tenía especial cariño y que pedía le dedicaran un cuidado detallado. El jardín generalmente estaba verde y había algunas sillas cómodas en el exterior que cualquiera podía usar.

Caminó hacia el comedor apreciando las diferencias con respecto al día anterior, ahora estaba Nora, la enfermera, sirviendo el jugo del señor Francisco en vez de Yolanda; ahora era el matrimonio Munguía quienes ocupaban la primera mesa del comedor, y el matrimonio Sánchez había ocupado la mesa del centro, ahora había alcatraces en la mesa de la fruta, en vez de rosas blancas.

Comió fruta, alguna que no le inflamara su estómago que se había vuelto rejego con el paso del tiempo, té y un poco de pollo suavizado. Enseguida salió del comedor y se dirigió al jardín a sentarse en la silla que generalmente ocupaba a esa hora del día. Ocupó el asiento para sentir los primeros rayos del sol de la mañana. Ahora que era anciana, pocos de sus sentidos funcionaban como lo hacían cuando era joven, sus oídos estaban severamente deteriorados, lo mismo pasaba con la vista (siempre había tenido problemas con ella), todavía podía caminar por su cuenta, pero se había tenido que acostumbrar al dolor que constantemente sentía sobre sus rodillas que apareció a los cincuenta. Lo que le quedaba casi intacto era su piel, afortunadamente era un órgano largo sobre el que concentraba toda la atención que su mente le permitía. Se concentró en la sensación del calor del sol recorrer su arrugada piel, se sentía bien, como si se renovara (si era posible para una persona de su edad).

Su vida durante los últimos años, sobre todo desde que habitaba el asilo, la había dedicado a sentir (tanto emocional como sensorialmente), y a recordar cómo se sentía alguna cosa. Afortunadamente contaba con una buena memoria. Había recuerdos más intensos que otros, claro está; y a lo largo de esos años, había encontrado que había también recuerdos más recurrentes que otros.

Le gustaba recordar por ejemplo algunos pasajes de libros a los que continuamente recurría siendo más joven, algunos momentos de viajes que había hecho, sobre todo aquellos en los que había visitado algún lugar con buen clima, el mar, la nieve o un viento intenso; recordaba la luna llena, amarilla, por vivir cerca de uno de los trópicos; recordaba cómo se sentía el pelaje de los animales sobre la palma de su mano, cómo sentía la lengua áspera de los gatos y la lengua más suave de los perros sobre su mano; recordaba la lluvia cayendo sobre su piel cuando salía a mojarse; recordaba cómo sentía que el sol le quemaba la piel cuando vivía en el desierto; recordaba el golpeteo suave de la tierra sobre las piernas cuando hacía viento; recordaba su cabeza llena de cabello que se rizaba sobre sus orejas y cuello.

Recordaba la melodía que provocaba la brisa cuando tocaba el follaje de los árboles, recordaba cómo se escuchaban las hojas secas acariciar el suelo cuando eran deslizadas por el viento; recordaba el aire frío de invierno del desierto, los días nublados con viento fresco, y los días calurosos que hacían mojar la ropa, la brisa del mar por las tardes, las múltiples veces que vio al sol ponerse, y las ocasiones en las que cantó frente a las estrellas.

Recordaba también el rostro de algunas personas, el rostro de sus padres y sus hermanos eran recuerdos recurrentes; de repente, casi de la nada, surgía el recuerdo de algún rostro de la infancia o de la juventud, cuyos nombres intentaba recordar sin éxito. Recordaba cómo se escuchaban algunas voces, la voz de su madre por ejemplo, que era tibia y dulce; la risa de su padre, desparpajada; algunas muecas graciosas de su hermana, y la voz de duda de su hermano menor. Recordaba en algunas ocasiones también el rostro de su madre con lágrimas, la voz de su padre que se cortaba en sollozos cuando ocurrió la muerte de su abuela; recordaba la voz entrecortada de su hermana con un rostro hermoso bañada en lágrimas, poco antes de su divorcio, pero también la voz de determinación cuando hablaba de trabajo o de sus planes a futuro; recordaba la ternura en la voz de su hermano.

Recordaba su cuerpo joven que servía igual para desplazarse, caminar cerros y ciudades, correr, andar en bicicleta, bailar y brincar, pero que también le había servido para disfrutar. Recordaba la consecutiva aparición de arrugas a lo largo de su cuerpo, arrugas a las que siempre asociaba con un surco, a veces de dolor, a veces de experiencia, otras veces, más felices, de paz.

Todos ellos eran recuerdos recurrentes, algunos días eran más intensos, cuando su memoria le permitía más; otros días eran sólo un vago recuerdo sobre algo pasado… como una tumba polvosa que se negara a irse del recuerdo.

Sin embargo, últimamente el recuerdo de su marido se había vuelto más recurrente, no necesariamente más intenso, puesto que dependía de su memoria totalmente para recordar con intensidad. La recurrencia de un recuerdo estaba íntimamente ligado a su estado emocional, recordar algo varios días significaba que necesitaba de esa persona o sensación, que buscaba aliviar la tristeza o la melancolía, o que buscaba asirse a los momentos felices para sobrellevar su vejez.

Suponía que la recurrencia del recuerdo de su marido estaba relacionado con la cercanía del final de su vida. Así lo sabía. Así, con su recuerdo, estaba lista.

Tercera fotografía (una madre y su hija)

Había recibido el pequeño objeto que ahora veía de su madre cuando tenía cerca de diez años. Era una época feliz, así lo recordaba con placer durante las tardes lluviosas con su vista hacia la calle y alguna bebida caliente en la mano, como era aquélla. La relación que había llevado con su madre había sido, haciendo una suma total, de entendimiento general, hubiera querido decir de comprensión, pero en realidad no había sido así. Su madre y ella juzgaban al mundo y a las personas de manera distinta, tenían diferentes aspiraciones, sin embargo, había llegado a un punto en el que se había establecido entre ellas un acuerdo de aceptación mutua y de respeto a la diferencia amalgamado por una relación afectiva que podría definirse como amor respetuoso… era un tipo de amor más bien individualista, libertario, y no el exasperante amor pasional de otras familias; un amor a la Mann en pocas palabras.

Recordaba a su madre con cariño genuino, pero no la añoraba; al menos no a la madre que ella había tratado día con día a lo largo de los cincuenta años que la conoció; sino que añoraba un amor que nunca tuvo de su madre pero que siempre deseó, y que finalmente terminó por no pedir una vez adulta… hace falta entender que las personas tienen limitaciones y que, en el caso de su madre, había hecho lo mejor que pudo dadas sus limitaciones.

Le parecía que aquel objeto que tenía ahora en sus manos, un pequeño portapapeles con un lápiz a forma de cerrojo con la figura de una niña en el frente, contenía un mensaje que su madre había querido decirle. Había sido, quizá, el único momento en el que creyó haber recibido el tipo de amor que había deseado de niña, un amor más cercano. Ahora le parecía como si su madre supiera, cuando ella era apenas una niña, que le haría falta tener un objeto para que no añorara algo que su madre no pudo darle.

Acarició el objeto como en ocasiones lo hacía con la cara y la mano de su madre. Sonrió levemente como si fuera el único guardián de algún secreto importante y pronunció el nombre de su hija que ahora cumplía diez años. La niña quedó encantada con su nuevo regalo, le gustaría escribir.

jueves, 24 de febrero de 2011

Segunda fotografía

La hembra se veía visiblemente incómoda. Su mirada se notaba insegura y tenía un dejo de agresividad. Estaba parada hasta el fondo del camión, sus manos luchaban por asirse a los barrotes. Vestía traje y corbata negros, camisa blanca, y zapatos negros sucios de polvo. Usaba la misma vestimenta que los machos que ocupaban el camión.

Cada vez que se encontraba en una situación similar a aquélla, un espacio en donde ella se sentía reducida a una mala imitación de un macho, se preguntaba con enojo, en qué endemoniado momento habían las hembras decrecido en número con respecto a los machos. Recordó algunas de las historias que su abuela contaba sobre su bisabuela, en las que hablaba de cómo la bisabuela había vivido en una sociedad donde las hembras eran, en número, iguales o un poco más numerosas que los machos. ¿Cómo sería vivir en un tipo de sociedad así? ¿Se sentiría ella libre de ser quien quisiera, sentir menos limitaciones, al menos no ser una mala imitación de un macho?

Un comentario agresivo del que venía al lado suyo la hizo volver a la realidad. Le estorbaba para acercarse a la salida. El comentario implicó una humillación haciendo referencia a su estatura (aunque era alta, no llegaba al promedio de estatura de los machos) y al hecho que no tenía los mismos órganos sexuales.

Metió las manos a sus bolsillos para sacar los audífonos que tenía guardados con la intención de aislarse de lo que pasaba dentro del camión. Aplicó los audífonos dentro de sus oídos y comenzó a escucharse la voz del periodista más reconocido del país. Un hombre de mediana edad, muy inteligente y crítico. Hacía una entrevista a la única hembra que participaba en el Congreso, una diputada de segunda clase que, exhibiéndose en flagrante contra las buenas costumbres, había mandado al pleno una propuesta de ley para establecer una cuota máxima de participación masculina de 95%, dejando a la hembras una participación obligatoria del 5%. La discusión giraba en torno al hecho de que no había suficientes hembras participando en política para llenar ese 5% que ella proponía… ¿quién llenaría las curules faltantes?

Mientras ponía atención a medias a la entrevista, recordaba que últimamente los medios de comunicación daban vueltas a los problemas que surgían de la presencia de hembras en los espacios públicos, y las llamaban a que se cuidaran de no sobresalir demasiado, y de respetar el derecho de los machos a tener mayores y mejores privilegios. La mayoría masculina, se alegaba, era la fuerza principal de la economía, eran los machos quienes llevaban la carga principal del éxito de las políticas económicas del gobierno en turno. Debía dejarse espacio a los machos para que hicieran lo que habían venido a hacer al mundo: trabajar y ser eficientes, sostener a la sociedad. A las mujeres se les asignaba la oportunidad de participar en algunos espacios públicos, con límites bien establecidos; pero continuamente eran llamadas a no abusar de esa libertad y a no estorbar.

No había mucho qué pensar al respecto, la hembra dejó de interesarse por la entrevista, apagó el aparato sintonizador, guardó las cuerdas de plástico dentro de los bolsillos de su pantalón y bajó del camión. Caminó dos cuadras antes de entrar a la oficina donde trabajaba. Un amigo de la infancia le había dado oportunidad de trabajar en la revista, una publicación medianamente famosa a nivel nacional cuyo ramo era la pornografía con fines psicológicos. Los machos sexualmente satisfechos son más eficientes. Nada debía detener la locomotora del progreso.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Primera fotografía

Había estado distraída desde que abrió los ojos ese día. Despertó con una sensación de distracción que la abrazó con intensidad mientras sentía el agua caliente recorrer su piel mientras estaba en la regadera, la misma distracción que su madre le reprochó mientras se preparaba el desayuno. No puso mucha atención realmente a lo que le pasaba, ni a lo que su madre le decía, más bien se dejó llevar por la distracción que la envolvía.

Había salido de casa para recorrer el mismo camino de siempre hasta la parada del camión, con una bolsa voluminosa por la cantidad de libros con que la llenaba, además de cuadernos y otros objetos que siempre aventaba a su bolsa porque pensaba que talvez le serían útiles; había visto los mismos locales abiertos que siempre veía abiertos, incluso parecía que veía la misma gente caminando en la calle. Quizá fuera así, nunca realmente ponía atención.

Fue hasta que estuvo en la parada del camión cuando se dio cuenta que no traía los audífonos dentro de sus oídos como acostumbraba cuando caminaba. Metió rápidamente sus manos dentro de los bolsillos del pantalón, sacó aquellas cuerdas de plástico y las aplicó dentro de sus oídos. Se comenzó a escuchar la cadencia de alguna canción de Lhasa de Sela.

El camión llegó haciendo ruido y echando humo. La ruta que tomaba estaba generalmente concurrida a esa hora de la mañana, y tuvo que esperar a que cerca de nueve mujeres subieran al camión. Una de ellas subió sin hacer fila, gesto al que algunas dentro de la fila respondieron con furia (los comentarios que dirigieron hacia la oportunista fueron incluso violentos), y otras mostraron indiferencia hacia lo acontecido.

Una vez dentro del camión, buscó algún lugar libre dónde sentarse, pero no encontró ninguno. Caminó hasta el fondo del camión dando espacio a las siguientes que subieron. La bolsa voluminosa le resultaba siempre un estorbo dentro del camión, y siempre se prometía poner menos libros, cosa que siempre olvidaba cada vez que salía de su casa por las mañanas. El camión llevaba cerca de diez minutos caminando, cuando una mujer de cerca de cincuenta años, que la había visto pararse a un costado de donde estaba sentada, le ofreció cargar su bolsa mientras la joven no consiguiera lugar. Fue un buen gesto, que de alguna forma le hizo prestar atención a lo que pasaba dentro del camión.

Observó, mientras luchaba por asirse de los barrotes del camión, a una mujer de alrededor de veinte años, sentada en uno de los asientos un poco más adelante, que miraba con enojo a la mujer que venía sentada a un lado de ella. La compañera de asiento era una mujer de cerca de cincuenta años, con el cabello corto, hombros anchos, vestida de color oscuro y que no tenía apariencia de hembra (como el resto de las que vivían en la ciudad). Por el comentario que la joven gritó al levantarse del asiento, la mujer mayor había intentado llegar a la entrepierna de la joven para acariciarla. ¿Cuántas veces había visto una situación parecida? El tema de la violencia sexual entre mujeres estaba de moda, se hablaba de ello en los noticieros, se hacían análisis sociológicos al respecto, había telenovelas en la programación regular. Pero al mismo tiempo, y haciendo uso de los mismos medios de comunicación, se hablaba de “la” ciudadana ejemplar, empoderada, que hacía uso de la inseminación artificial para “retribuir” a la sociedad, a través de la reproducción, parte de lo que le había dado, dedicada a sus hijas, y empeñada en darles la mejor educación, formarlas a su vez como ciudadanas responsables, útiles para la comunidad.

Lo que pasaba en realidad era una serie de interacciones sociales que resultaban de lo más diversas. Había colaboración genuina entre algunas mujeres, había intentos honestos por establecer vínculos de entendimiento entre aquellas que pensaban diferente; pero también había violencia entre ellas, violaciones, raptos e intentos por humillar a las mujeres menos empoderadas. No había, en pocas palabras, una sola forma de ser mujer en donde serlo era la única opción. En ese lugar nadie conocía la dualidad, no había negro y blanco, sino una serie de grises de las más diversas tonalidades. No había yin, tampoco yang, sino una multiplicidad de formas de aprehender la feminidad.

jueves, 10 de febrero de 2011

martes, 8 de febrero de 2011

El discurso del anciano

El hombre comenzó a hablar como si yo estuviera poniendo atención desde un principio. Había estado observando la fachada de la iglesia principal de ese pueblo perdido que por azares del destino había decidido visitar. El hombre me había llamado la atención cuando lo vi por que parecía cargar sobre sus hombros la edad misma del pueblo. Su apariencia era descuidada, el poco cabello que le quedaba era totalmente blanco, no había un sólo espacio de su piel que no estuviera surcado por arrugas, y el párpado izquierdo caía hasta la mitad de su ojo, lo que lo hacía parecer aún más viejo de lo que era. Estaba sentado sobre un pilar de media altura, su espalda estaba encorvada, y movía los labios de adentro hacia afuera sin realmente comenzar a hablar, sino más bien como una forma de dejar escapar los nervios acumulados en el siglo que el hombre cargaba sobre su espalda.

No observé que me miraba hasta que estuve cerca de la fachada de la iglesia, a unos tres metros de él, y que cuando me miraba dejaba de mover los labios, como si pusiera atención. Hice el ademán de entrar a la iglesia, pero al final me quedé fuera como si supiera de antemano que lo que me interesaba escuchar estaba fuera del edificio.

Me quedé parado cerca de cinco minutos tratando de capturar la imagen del lugar en un recuerdo, cuando el hombre comenzó a emitir sonidos. Serían seguramente palabras arrastradas por efecto de la dificultad del anciano para armar su boca y labios con solidez para pronunciar los sonidos correctamente. Luego de varios sonidos, alcancé a escuchar con claridad, que el hombre me decía: "Muchacho, escoge una palabra". La propuesta era poco común, y tengo que decir que dudé de quedarme. A pesar de ello, me acerqué al hombre y me senté en el siguiente pilar frente a la fachada de la iglesia, y de mi boca salió la palabra: "duda".

Lo que pasó enseguida fue inverosímil; si quisiera resumir lo acontecido, tendría que decir que dos existencias cuyas trayectorias no tenían el mínimo símil entre ellas, ni la menor necesidad una de la otra, se habían cruzado por razón desconocida. Dado que las existencias no debían encontrarse, ello creó un conflicto en la lógica del universo que provocaría en ambos (en el anciano y en mí), sin poder de manera alguna prevenir sus consecuencias, una crisis ontológica. El hombre habló desde lo más profundo de su alma y dijo que nadie es necesario en la vida de nadie, y que el destino es sólo una mala broma que inventaron para proteger los temores más profundos de los hombres; el anciano dijo que cada hombre vive una sola vez, y que toma de los que se encuentra en el camino aquello de lo que carece; dijo que el amor es de lo que más carecen los hombres, y que es posible que los hombres trafiquen con su propia dignidad, y que incluso estén dispuestos a vender y pisotear su propia integridad por una caricia. El hombre dijo que aquellos que carecen de tan escaso recurso pueden darlo todo y perderse a sí mismos (y enfáticamente dijo que la consecuencia era nítida: uno perdía consciencia de sí mismo). Dijo que así como la carencia más común era el amor, el temor más común y severo de los hombres era conocerse a sí mismos.

El hombre me había hipnotizado con su discurso, yo libaba de sus palabras como si fueran flores de polen vírgenes. Hasta ese momento me percaté de que el hombre parecía recuperar fuerza conforme expiaba su vida a través de las palabras con las que me alimentaba. En algún momento me tomó de los hombros con sus manos gruesas y callosas, posó en mí la mirada del océano, y dijo lo siguiente: "Toma del camino lo que necesites, toma una piedra si te hace falta un lugar dónde descansar, toma un bastón si te hace falta apoyo, pero patea las piedras que sólo estén haciendo más cansado tu caminar; ama si así lo deseas, pero bástate a ti mismo: no busques estrellas en el cielo ajeno, que cada quien tiene las suyas, y las ajenas siempre te parecerán insuficientes. Cuando te sientas derrumbar o te haga falta dirección, no mires al exterior, cierra tus ojos y observa por dentro, la mejor brújula es tu corazón. No te detengas más del tiempo necesario, no pisotees a otros si tu supervivencia no depende de ello, y aprende a dar espacio a aquellos que, igual que tú, estén buscando sus estrellas en cielos ajenos, diles que te bastas a ti mismo y que tus carencias no son tan urgentes como para obtener caricias a cambio de tu firmamento, porque necesitarás tus estrellas cuando te haga falta mirar una."

Pasé los siguientes tres días con una sensación que sólo puedo describir como borrachera, como si estuviera drogado con alguna sustancia cuyo efecto fuera el pasmo absoluto. No pude narrar la historia hasta años después de que sucedió. Supe que era lo único valioso que podía heredar a mis hijos. Supe que era lo único que podía dar a aquellos a los que encontrara. Sirva este texto como testimonio al lector de que esto fue lo que el anciano dijo en trance, y que no era a mí a quién lo decía, sino al universo entero que era incapaz de escuchar por todos... tuvo que elegir a alguien incauto, y ese día fui yo.

domingo, 6 de febrero de 2011

“End of May” de Keren Ann con letra

Close your eyes and roll a dice
Under the board there's a compromise
If after all we only lived twice
Which lies the run road to paradise
Don't say a word, here comes the break of the day
And wide clouds of sand raised by the wind of the end of May
Close your eyes and make a bet
Face to the glare of the sunset
This is about as far as we get
You haven't seen me disguised yet
Don't say a word, here comes the break of the day
And wide clouds of sand raised by the wind of the end of May
Close your eyes and make a wish
Under the stone there's a stonefish
Hold your breath then roll the dice
It might lead the run road to paradise
Don't say a word, here comes the break of the day
And wide clouds of sand raised by the wind of the end...
Don't say a word, here comes the break of the day
And wide clouds of sand raised by the wind of the end of May.

jueves, 27 de enero de 2011

Espejos

Cuando despertó sintió fuertes pulsadas en el cuello y la espalda, no sabía cuánto tiempo habría pasado dormida en esa posición. Se encontró acostada de lado sobre el suelo, con las piernas recogidas sobre su cuerpo y los brazos extendidos a medias. Percibía un fuerte olor a alcohol y sentía su boca como si no la hubiera lavado en más de un día, su cabeza le explotaba. Sentía como si la hubieran golpeado. La luz del lugar le incomodó cuando abrió los ojos, era una luz blanca e intensa que le hizo sentir que estaba bajo un microscopio. Se incorporó y quedó apoyada sobre su brazo derecho, todavía con los ojos cerrados. Se talló la cara con la mano izquierda, notó que su mano olía mal, como si hubiera estado tocando algún objeto sucio.

Cuando pudo abrir los ojos, intentó reconocer el lugar. No había nadie (curioso que lo primero que hubiera notado era la ausencia de personas, dado que mostraba tanta indiferencia cuando estaba en público). Escuchaba un intenso sonido agudo que parecía venir de los bulbos de las lámparas del techo. Se concentró en el sonido durante algunos segundos, lo que provocó que el dolor en la cabeza se intensificara. Las paredes y el mosaico del lugar eran blancos, lo que hacía el lugar insoportable visualmente, las paredes y el suelo reflejaban la blancura y el brillo de la luz. Desde donde estaba veía una hilera de puertas que se abrían a lo largo de dos de las paredes del lugar, por debajo de las puertas alcanzó a notar las curvilíneas figuras de varios retretes que seguían la misma disposición de las puertas. Pensó que el lugar era muy grande en comparación con los baños que recordaba haber visto antes, al menos veía treinta puertas a cada una de las cuales correspondía un retrete, pensó que así sería cagar en la era industrial: en serie.

No recordaba por qué había llegado allí, tampoco por qué razón se había quedado dormida, o en qué situación se encontraba antes de llegar al baño. Por el fuerte olor a alcohol y a podredumbre que percibía en su boca, suponía que había estado tomando (¿en alguna fiesta? ¿sola? ¿en un bar? ¿en su casa o en la de alguien más?). La razón de cómo o por qué había llegado allí, la desconocía. Trató de ponerse en pie para darse cuenta que las pulsadas del cuello y espalda se extendían por todo su cuerpo. El movimiento hizo que el dolor de la cabeza aumentara, la presionó contra sus manos, como si eso pudiera detener el dolor. Dirigió sus manos hacia su cadera y las apoyó sobre los costados, volvió su cara hacia el suelo con los ojos apretados, tratando de hacer una evaluación general sobre dónde estaba el dolor y cuál sería su origen. Además del cuerpo, sentía dolor en la cara. En ese momento notó que sobre el piso, donde había estado su cara, había algunas manchas de sangre secas (¿cuánto tiempo había pasado como para la sangre se hubiera secado?). No pudo ubicar el origen del dolor que sentía, decidió tratar de olvidarlo.

Observó a su alrededor. Además de las puertas y los retretes (ahora sólo podía ver aquéllos donde la puerta estaba totalmente abierta), había una hilera de lavabos blancos, por encima de cada uno volaba un espejo. El que los espejos “volaran” era sólo una forma de decirlo, estaban empotrados en el techo, sin embargo le gustó la idea de los espejos volando sin ninguna clase de sostén más que su propia voluntad de quedarse encima de un lavabo.

Trató de ubicar su imagen en la hilera de espejos. Volteó su mirada hacia el espejo que quedaba justo frente a ella, y lo único que vio fue el suelo. Tardó cerca de diez minutos para darse cuenta que lo que veía era el suelo del otro lado de la hilera de lavabos-espejos. Los lavabos no estaban uno junto al otro, estaban separados uno del otro aproximadamente la misma distancia que medía un lavabo de ancho, de tal forma que la hilera de lavabos era en realidad una hilera de lavabos y espacios vacíos. Había un espejo de treinta por cincuenta centímetros encima de cada lavabo, lo que dejaba suficiente espacio entre ellos para que uno viera hacia el otro lado de la hilera de lavabos-espejos. Sin embargo, el hecho de que todo el lugar era blanco y que los espejos no tuvieran marco, daba la impresión de que entre los lavabos hubiera otro espejo que reflejaba la pared y mosaico blancos que uno estaba pisando. Buscaba su imagen en un espacio vacío que le dejaba ver el mosaico del otro lado de la hilera.

Perdió interés por su propia imagen, entró a uno de los baños, cerró la puerta (uno no puede evitar ciertos hábitos), desabrochó su pantalón, lo bajó sobre sus piernas, bajó el resto de su ropa y se sentó sobre el retrete. Estuvo varios minutos sentada. Volvió a vestirse y salió. Quiso revisar su cara. Caminó siguiendo la hilera de lavabos-espejos y se detuvo a la mitad. Volvió sobre sus pasos caminando de espalda. Observar cómo su imagen se reflejaba en los espejos y luego se perdía, luego volvía a aparecer en el siguiente espejo, para desaparecer nuevamente, llamó mucho su atención. Era como verse en fragmentos (como cuando Artemio Cruz se vio reflejado en la bolsa de su mujer). Volvió a caminar viendo cómo su imagen aparecía y desaparecía al ritmo de sus pasos, más rápido caminaba, más rápido aparecía su imagen ante sus ojos. Finalmente se detuvo frente a uno de los espejos y contempló su rostro. Vio ojeras, la piel maltratada, la cara sucia, y una herida abierta en su labio inferior. No le llamó eso la atención, lo que le atrajo fue su mirada, se vio a sí misma triste y abatida, pero notó en su expresión algo más, era una mirada como de una persona perdida que busca ayuda. Por alguna razón, vino a su mente el recuerdo de cuando se encontraba en la isla deshabitada en la mitad del océano, o el recuerdo de cuando se encontraba en el desierto en medio de la nada, y sin conocimiento de algún pueblo cercano. Nunca había estado realmente en isla deshabitada alguna o en medio del desierto, sin embargo, eran las dos imágenes con las que asociaba la desolación, lo que queda después de la destrucción. Recordó que cuando era adolescente le atraía la idea de la destrucción, y creía que después de ella venía la tranquilidad, la calma. Entonces sonreía, pensaba que eso era la paz eterna. Creía que la destrucción era la extinción total, el fin de la conciencia del sujeto sobre su condición humana. Ahora eso le parecía una ingenua ilusión. La terrible realidad es que luego de la destrucción queda la desolación, el sujeto se encuentra a sí mismo con la capacidad de destruir a sus semejantes e incluso a sí mismo, pero no con la capacidad de salvarse de su propia existencia. El sujeto conoce el poco amor y respeto que siente por su condición humana al enterarse que puede lastimarse al punto de convertirse en ruinas, pero no hacerse desaparecer. Lo que le queda al sujeto es la decepción y la lástima, las ruinas y el hedor a muerte y a podredumbre.

Salió de sus propios pensamientos y trató de buscar su imagen nuevamente en el espejo para tratar se asirse a la intensidad del dolor que era su único vínculo con su existencia. Lo único que vio fue el mosaico blanco que ella pisaba, estaba segura que estaba frente a un espejo, nunca pudo recuperar su imagen.

sábado, 1 de enero de 2011

Manifiesto contra el abandono materno

Te siento renacer en cada persona que conozco... eres como el ser universal que existe en el resto de universo que queda en mí. Te busco en cada mujer que conozco, y en la sensibilidad masculina que encuentro. No quiero dormir porque temo perderte en esta vorágine de recuerdos, de caras, de tristezas y de lágrimas. Todo junto como si la humanidad entera viviera en mi insomnio y en mis pocas ganas de dejarlo todo para poder descansar al menos unas horas.

Tengo miedo de perderte... como si las ganas que siento de llorar pudieran compensar la ausencia de tus palabras y de tu voz. Te necesito como me necesito a mí a media noche. Ojalá pudiera ser tú y yo al mismo tiempo, para sentir al menos que esta agua que sale de mis ojos es una experiencia real y no sólo un sueño.

Quiero descansar; encontrar finalmente un lugar dónde quedarme para recordar todas las veces que me (te) perdí sin sentirlo. Quiero encontrar un lugar dónde poder enterrar estas lágrimas. Te extraño en cada paso que doy, en cada decisión que tomo; tu ausencia determina los momentos en los que siento miedo.

Ojalá hubiera alguna forma verbal para poder expresar que tu ausencia es eterna, que estaba/está/estará presente.