domingo, 6 de marzo de 2011

Miradas

Estaba parada en algún crucero del centro de la ciudad en fin de semana esperando la luz verde para poder pasar al otro lado de la acera. Ambos lados de la calle estaban atestados de gente que aprovechaba ese día para salir con la familia, hacer compras o no hacer otra cosa más que estar allí. El calor era sofocante en ese periodo del año, y dada la hora del día, el sol caía directo sobre los poros de mis brazos, recorriendo cada milímetro de la piel y quemándola en el trayecto.


En algún momento, mientras esperaba, me percaté del hombre que quedaba justo frente a mí del otro lado de la acera. Era un hombre más grande que el promedio, piel oscura, cabello lacio pegado a su cráneo con alguna crema, y unos enormes ojos que resaltaban sobre el fondo oscuro de su piel.


Los autos pasaban frente a mí, y conforme pasaban, perdía de vista al hombre, luego volvía a aparecer frente a mí con una mirada o postura diferente. El hombre iba mostrándome un relato de sí mismo conforme lo observaba al otro lado de la calle. Me hablaba de su seguridad y de su impaciencia a la espera, me decía sobre la continuidad de su camino por la ciudad, sobre sus preguntas sobre los de alrededor, y sobre su inquietud de mi mirada.


Cruzamos en verde, y estuvimos a punto de tropezar. Él siguió su camino, yo continúo su relato en este texto.

Cuarta Fotografía (una anciana)

Como todas las mañanas, se levantó despacio de su cama, acomodó un poco las sábanas y la cobija que usaba; se limpió con un lienzo suave su cara, sus axilas y su pecho, y se vistió también lentamente. No había prisa, eso era para la gente joven, ella tenía ya ochenta y cinco años y tenía la firme convicción de que por su edad, se había ganado el pleno derecho a ser lenta.

Se había levantado de un humor ligero y alegre, como generalmente se despertaba. Se puso un vestido de flores que le cubría las rodillas y los codos, una prenda que a ella le gustaba mucho y que a su marido también solía gustarle en vida. Salió de su cuarto y saludó a las enfermeras y algunos otros ancianos que habitaban el asilo a quienes encontró en los lugares comunes. El lugar no era lujoso, pero era limpio y había espacio y comida suficiente para todos, además el lugar contaba con un jardín amplio al que el administrador tenía especial cariño y que pedía le dedicaran un cuidado detallado. El jardín generalmente estaba verde y había algunas sillas cómodas en el exterior que cualquiera podía usar.

Caminó hacia el comedor apreciando las diferencias con respecto al día anterior, ahora estaba Nora, la enfermera, sirviendo el jugo del señor Francisco en vez de Yolanda; ahora era el matrimonio Munguía quienes ocupaban la primera mesa del comedor, y el matrimonio Sánchez había ocupado la mesa del centro, ahora había alcatraces en la mesa de la fruta, en vez de rosas blancas.

Comió fruta, alguna que no le inflamara su estómago que se había vuelto rejego con el paso del tiempo, té y un poco de pollo suavizado. Enseguida salió del comedor y se dirigió al jardín a sentarse en la silla que generalmente ocupaba a esa hora del día. Ocupó el asiento para sentir los primeros rayos del sol de la mañana. Ahora que era anciana, pocos de sus sentidos funcionaban como lo hacían cuando era joven, sus oídos estaban severamente deteriorados, lo mismo pasaba con la vista (siempre había tenido problemas con ella), todavía podía caminar por su cuenta, pero se había tenido que acostumbrar al dolor que constantemente sentía sobre sus rodillas que apareció a los cincuenta. Lo que le quedaba casi intacto era su piel, afortunadamente era un órgano largo sobre el que concentraba toda la atención que su mente le permitía. Se concentró en la sensación del calor del sol recorrer su arrugada piel, se sentía bien, como si se renovara (si era posible para una persona de su edad).

Su vida durante los últimos años, sobre todo desde que habitaba el asilo, la había dedicado a sentir (tanto emocional como sensorialmente), y a recordar cómo se sentía alguna cosa. Afortunadamente contaba con una buena memoria. Había recuerdos más intensos que otros, claro está; y a lo largo de esos años, había encontrado que había también recuerdos más recurrentes que otros.

Le gustaba recordar por ejemplo algunos pasajes de libros a los que continuamente recurría siendo más joven, algunos momentos de viajes que había hecho, sobre todo aquellos en los que había visitado algún lugar con buen clima, el mar, la nieve o un viento intenso; recordaba la luna llena, amarilla, por vivir cerca de uno de los trópicos; recordaba cómo se sentía el pelaje de los animales sobre la palma de su mano, cómo sentía la lengua áspera de los gatos y la lengua más suave de los perros sobre su mano; recordaba la lluvia cayendo sobre su piel cuando salía a mojarse; recordaba cómo sentía que el sol le quemaba la piel cuando vivía en el desierto; recordaba el golpeteo suave de la tierra sobre las piernas cuando hacía viento; recordaba su cabeza llena de cabello que se rizaba sobre sus orejas y cuello.

Recordaba la melodía que provocaba la brisa cuando tocaba el follaje de los árboles, recordaba cómo se escuchaban las hojas secas acariciar el suelo cuando eran deslizadas por el viento; recordaba el aire frío de invierno del desierto, los días nublados con viento fresco, y los días calurosos que hacían mojar la ropa, la brisa del mar por las tardes, las múltiples veces que vio al sol ponerse, y las ocasiones en las que cantó frente a las estrellas.

Recordaba también el rostro de algunas personas, el rostro de sus padres y sus hermanos eran recuerdos recurrentes; de repente, casi de la nada, surgía el recuerdo de algún rostro de la infancia o de la juventud, cuyos nombres intentaba recordar sin éxito. Recordaba cómo se escuchaban algunas voces, la voz de su madre por ejemplo, que era tibia y dulce; la risa de su padre, desparpajada; algunas muecas graciosas de su hermana, y la voz de duda de su hermano menor. Recordaba en algunas ocasiones también el rostro de su madre con lágrimas, la voz de su padre que se cortaba en sollozos cuando ocurrió la muerte de su abuela; recordaba la voz entrecortada de su hermana con un rostro hermoso bañada en lágrimas, poco antes de su divorcio, pero también la voz de determinación cuando hablaba de trabajo o de sus planes a futuro; recordaba la ternura en la voz de su hermano.

Recordaba su cuerpo joven que servía igual para desplazarse, caminar cerros y ciudades, correr, andar en bicicleta, bailar y brincar, pero que también le había servido para disfrutar. Recordaba la consecutiva aparición de arrugas a lo largo de su cuerpo, arrugas a las que siempre asociaba con un surco, a veces de dolor, a veces de experiencia, otras veces, más felices, de paz.

Todos ellos eran recuerdos recurrentes, algunos días eran más intensos, cuando su memoria le permitía más; otros días eran sólo un vago recuerdo sobre algo pasado… como una tumba polvosa que se negara a irse del recuerdo.

Sin embargo, últimamente el recuerdo de su marido se había vuelto más recurrente, no necesariamente más intenso, puesto que dependía de su memoria totalmente para recordar con intensidad. La recurrencia de un recuerdo estaba íntimamente ligado a su estado emocional, recordar algo varios días significaba que necesitaba de esa persona o sensación, que buscaba aliviar la tristeza o la melancolía, o que buscaba asirse a los momentos felices para sobrellevar su vejez.

Suponía que la recurrencia del recuerdo de su marido estaba relacionado con la cercanía del final de su vida. Así lo sabía. Así, con su recuerdo, estaba lista.

Tercera fotografía (una madre y su hija)

Había recibido el pequeño objeto que ahora veía de su madre cuando tenía cerca de diez años. Era una época feliz, así lo recordaba con placer durante las tardes lluviosas con su vista hacia la calle y alguna bebida caliente en la mano, como era aquélla. La relación que había llevado con su madre había sido, haciendo una suma total, de entendimiento general, hubiera querido decir de comprensión, pero en realidad no había sido así. Su madre y ella juzgaban al mundo y a las personas de manera distinta, tenían diferentes aspiraciones, sin embargo, había llegado a un punto en el que se había establecido entre ellas un acuerdo de aceptación mutua y de respeto a la diferencia amalgamado por una relación afectiva que podría definirse como amor respetuoso… era un tipo de amor más bien individualista, libertario, y no el exasperante amor pasional de otras familias; un amor a la Mann en pocas palabras.

Recordaba a su madre con cariño genuino, pero no la añoraba; al menos no a la madre que ella había tratado día con día a lo largo de los cincuenta años que la conoció; sino que añoraba un amor que nunca tuvo de su madre pero que siempre deseó, y que finalmente terminó por no pedir una vez adulta… hace falta entender que las personas tienen limitaciones y que, en el caso de su madre, había hecho lo mejor que pudo dadas sus limitaciones.

Le parecía que aquel objeto que tenía ahora en sus manos, un pequeño portapapeles con un lápiz a forma de cerrojo con la figura de una niña en el frente, contenía un mensaje que su madre había querido decirle. Había sido, quizá, el único momento en el que creyó haber recibido el tipo de amor que había deseado de niña, un amor más cercano. Ahora le parecía como si su madre supiera, cuando ella era apenas una niña, que le haría falta tener un objeto para que no añorara algo que su madre no pudo darle.

Acarició el objeto como en ocasiones lo hacía con la cara y la mano de su madre. Sonrió levemente como si fuera el único guardián de algún secreto importante y pronunció el nombre de su hija que ahora cumplía diez años. La niña quedó encantada con su nuevo regalo, le gustaría escribir.