jueves, 3 de mayo de 2012

Reunión de trabajo

Habían pasado unos tres o cuatro días en los que sólo había cruzado palabra con mis compañeros del trabajo, que no estaban en el país.  Una circunstancia que algunos definían como la maravilla del trabajo desde casa y de la conectividad, que permite al mundo trabajar con otros en lugares tan remotos como Guadalajara, “in Mexico ma’am… Yes, our computers also connect to the Internet”.

Mi hermano se había ido a casa de mis papás por unos días, y yo me gastaba el tiempo libre en comer, leer, incluso hablar frente a la computadora; me gustaría insistir que es frente a la computadora, no a la computadora (no me gusta que piensen que estoy loca).  Realmente lo estaba pasando de lo lindo, leía más, me educaba más en Internet, y claro está, compartía fragmentos de mi vida con mis numerosos amigos en féisbuk.  Lo único que me molestaba era el calor que se concentraba en mi espalda y piernas, y que en ocasiones se volvía sofocante y fastidioso.  A eso se debía que, no obstante la tranquilidad aparente, terminaba los días más molesta que de costumbre.

Ese día, me levanté temprano, me vestí, me lavé la cara y los dientes para quitarme los restos de sueño que me quedaban, prendí la computadora, y me tardé revisando los correos nuevos.  Una media hora después me levanté para poner en la estufa agua para café, lancé dentro una raja de canela y una estrella de anís.  La mañana transcurrió suave luego del segundo café, te saludé, hice un par de reportes, validaciones, algunas conversaciones breves interrumpidas por el taquito de huevo al que le hincaba el diente de cuando en cuando. 

Era poco después del medio día, hora en la que el calor hacía sudar mi espalda por el contacto del plástico de la silla, y hora también en la que se me dificultaba concentrarme porque comenzaba a darme hambre.  Afortunadamente estaba a punto de terminar lo que tenía todavía pendiente, lo que significaba que faltaba poco para poder desentenderme del trabajo.  El calor y el repentino ánimo que me provocó la idea de terminar, hicieron que me estirara en la silla, y distraerme un poco.  Debido quizá a que acababa de escuchar una conversación de mis vecinos a la que no puse atención, repentinamente me pregunté, o más exactamente, surgió hacia mi consciente la pregunta de cuánto tiempo había pasado desde que hablé con alguien en persona y qué clase de conversación habíamos tenido.  Tardé unos minutos en recordar: había sido con el señor de la carnicería hacía cuatro días que me había explicado cómo dar con un lugar donde vendían nata.  Surgió luego la siguiente pregunta, ¿qué había pasado que al final no la compré?  La respuesta se truncó al mismo tiempo en que surgía un ruido de la cocina que hizo girar mi vista hacia allá, venía justo de ese pequeño rincón que no lograba ver desde mi escritorio.

Inmediatamente después apareció una criatura sacada de mis sueños, era una especie de perro pequeño, de color negro, de una raza que no logré identificar.  Era un animal muy peculiar puesto que además de las cuatro patas que tendría cualquier perro, de su lomo surgían seis extremidades (tres de cada lado), peludas además, que recordaban las de una tarántula.  El animal me extrañó, incluso sentí temor al asociar al animal con una tarántula (era mucho más grande que cualquier tarántula que hubiera visto, a pesar de que el perro no era muy grande).  Sin embargo, a pesar del temor que provocó en mí, noté que los ojos del animal parecían tener una terrible tristeza.  Su expresión transmitía un enorme deseo de que lo acariciaran y al mismo tiempo un fuerte sentimiento de no estar en casa.  El temor que había nacido en mí desapareció al ver que el animal no tenía reparo en acercarse, con pasos lentos fue acortando la distancia que había entre los dos, siempre con su cabeza en alto gritando con su mirada que calmara su tristeza.  Cuando el animal estuvo a pocos pasos de mí, estiré mi brazo para acariciarlo.  El animal olisqueó mi mano y terminó por restregar su hocico contra mi pierna en señal de cercanía, observé cómo su expresión se volvía más alegre (¿o quise verlo así?). 

Sobra decir que lo que había dejado pendiente, así se quedó durante el resto del día.  El animal y yo nos movimos luego hacia la sala para poder tener más espacio.  Así, en igualdad de condiciones (ambos estábamos en el suelo), fue mucho más fácil establecer un vínculo.  La bestia había encontrado una pelotita perdida de mi vista hacía meses, que había comprado para hacer una broma que me arrepentí de último momento en realizar.  El juguete iba de su hocico a mis manos cual péndulo.  Yo trataba de lanzársela más hacia la izquierda y a la siguiente más a la derecha para hacerlo correr, mientras que el animal respondía animadamente al juego que le proponía, con sus extremidades de tarántula volándole de arriba a abajo cada vez que brincaba.  Yo le hablaba, él me respondía con gruñidos y ladridos.

Nos cansamos.  Habíamos estado aventándonos la pelotita por un periodo que calculé en cerca de dos horas.  La bestia aprovechó para acercarse y se echó sobre mi pierna izquierda, yo me acosté sobre el suelo.  El sopor que me provocaba el calor me hizo sentir aletargada.  Cuando empezaba a dormirme eché una última mirada a mi inquilino, que había cerrado sus ojos, sus diez extremidades estaban tan relajadas que incluso las seis que hacían de alas inútiles tocaban el suelo.  Nos dormimos.  No sé decir por cuánto tiempo.  Me despertó superficialmente una sensación de cosquilleo en la pierna, de la que me deshice con una sacudida.  Volví a dormir, esta vez caí profundamente, la tarde debía estar por entrar.  El cosquilleo volvió, pero al sacudirme, sentí una especie de ardor al que no di importancia.  Ahora solamente logré dormitar.  Una tercera vez volvió el cosquilleo que me despertó totalmente.  Me incorporé y vi que la bestia comía mi pierna, había logrado avanzar hasta casi llegar a la rodilla.  El ardor volvió  junto con un intenso dolor, ¿por qué no me despertó antes?  La tristeza de su expresión se había esfumado, el animal, taciturno, se alimentaba de mí.

Olvidé que había puertas y que yo era más fuerte que la bestia.  Recordé que mi hermano tardaría en regresar todavía dos días más.  Mientras dejaba que la bestia saciara su hambre, supe que no iba a llegar a tiempo para conectarme a la junta de las cuatro que tenía agendada para ese día.

martes, 10 de abril de 2012

Grieta insalvable

Comentario sobre el segundo sueño que Teresa cuenta a Tomás:

Sobre el capítulo 15 de la segunda parte (El alma y el cuerpo) de La insoportable levedad del ser de Kundera, Teresa describe a Tomás, con quien ya vivía, el segundo sueño con el que lo acusa. Teresa, una mujer cuya madre le había prohibido tener vergüenza de su desnudez (cualidad que en el texto significa la diferenciación del propio cuerpo con respecto a la desnudez de los demás), había ido a buscar a Tomás para que éste volviese el cuerpo de Teresa único e irremplazable. Dado que no lo hizo, Teresa se dedicó a fustigar contra él acusaciones que se hicieron sueños, como el que se relata en el capítulo.

El sueño me recuerda una reacción que despertó en mí otro libro que poco tiene que ver con el de Kundera. En Huesos en el desierto, Sergio González Rodríguez hace un ensayo periodístico sobre los cinco años que pasó en Ciudad Juárez en la década de los 90, y hacia el final, cita cada uno de los nombres de las mujeres cuyos asesinatos se han registrado, agrega en algunos casos a qué se dedicaban, entre otros. Recuerdo que cuando leí el libro, esa fue la única sección que no pude terminar. La lista casi interminable de nombres es patética hasta el vómito. Sin embargo, esa parte fue la que finalmente provocó que ese libro fuera el que más honda impresión me ha causado, que pobremente intenté describir en algún post anterior.

El hecho de que las mujeres muertas no tengan nada común entre ellas (las cualidades que se hicieron famosas en los medios de comunicación: mujeres morenas de cabello negro, lacio, estatura media, delgadas, son características que comparten solamente algunas de ellas), no se dedicaban a una actividad particular (la idea generalizada de que eran prostitutas o trabajadoras de maquila tampoco son características que comparten todas, de hecho la mayoría de ellas eran amas de casa), tampoco existen entre todas ellas condiciones semejantes con respecto a su forma de vida, etcétera. La única cosa común es de manera evidente pero no banal, que todas ellas eran mujeres.

En ese sentido, me parece que esas muertes tienen la misma significación que las muertes de los judíos durante la Segunda Guerra. Los judíos enfrentaron a un grupo que tenía la intención de eliminarlos totalmente de la faz del mundo. Pero ese pseudo juicio ilegítimo e inmoral, no se basaba en alguna cualidad meritoria de esos individuos, es decir, no importaba que fueran moralmente buenos o malos, inteligentes, etcétera, sino que eran muertos por compartir una cualidad que ellos no habían elegido tener, y que en muchos casos, ni siquiera se identificaban con ella.

De esta forma, los judíos que se salvaron de ser recluidos y aquellos que sobrevivieron a la reclusión pudieron ser los judíos que murieron y viceversa. Allí radica la reacción que provocó en mí el libro de Huesos..., las mujeres muertas que el periodista cita sin empacho pudieron haber sido cualquiera, cualquier mujer que lea esa lista, pudo haber estado listada allí. De la misma manera cualquiera de esas mujeres muertas, pudo haber tenido otra suerte, seguir viva y haber leído ese libro sin su nombre listado en él. Para decirlo en los términos en los que lo sentí: yo pude haber estado listada en ese libro, y alguna mujer de las listadas pudo haber estado leyendo ese libro como yo lo leía. En ambos casos, con los judíos y con las mujeres, hay un intento de no distinción, de uniformizar los cuerpos y de cosificarlos violentamente (animalmente) que provoca inmediata repulsión... Es la misma repulsión que sentía Teresa cuando en su sueño, Tomás obligaba a las mujeres a caminar, cantar y hacer flexiones alrededor de la piscina, para luego disparar a alguna, como le dispararía a ella. Es decir, Tomás acaricia a Teresa como acaricia a cualquier otra mujer que tuvo antes.

Existe de manera clara una diferencia que es necesario indicar: Tomás no es Hitler ni alguno de los asesinos de Juárez. Es decir, Tomás no tiene nunca la intención de cosificar brutalmente a Teresa como sí tenía Hitler y los otros. Por eso es aceptable que Tomás solamente calle y acaricie la mano de Teresa con la cabeza gacha cuando escucha sus sueños. Sin embargo, Teresa no es capaz de entender la diferencia, para ella Tomás tiene el mismo poder que Hitler tuvo sobre los judíos muertos. Allí, frente a ella, está la grieta que Teresa no puede salvar.

lunes, 12 de marzo de 2012

El pisoteo del último ápice de libertad que queda...

jueves, 12 de enero de 2012

Joseph Roth

Comentario sobre Fuga sin fin de Joseph Roth

Con sorpresa agradable encontré la primera novela que he leído de Joseph Roth, nacido en el Imperio Austro-Húngaro, en Brody (ahora Ucrania) en 1894, exiliado en París desde 1933 hasta su muerte, ocurrida en 1939.

La corta novela, la edición de Acantilado tiene 166 páginas, es la historia de un oficial burgués de origen austríaco capturado por los rusos en la Primera Guerra Mundial, y rechazado por su país cuando logra escapar. Entregado nuevamente a los rusos por Austria, éstos lo reciben como suyo, con quienes comparte la revolución. Regresa nuevamente a su patria con la esperanza de buscar a la que había sido su prometida antes de irse a la guerra.

Es una historia de un hombre que por azar se vuelve rojo y lucha a favor de la revolución rusa sin compartir la convicción marxista porque no puede abandonar su ideología burguesa; pero que, al regresar a Europa, encuentra que poco entiende a la sociedad de la que Rusia buscaba separarse. El hombre vive como extranjero en Rusia, y se vuelve apátrida al regresar con su familia; condición que Roth largamente reflexionó a lo largo de su obra, según leí en algunas biografías disponibles en línea.

Una cualidad asociada que me parece interesante de la novela es que pareciera como si el oficial, a la mitad del camino hacia el socialismo, comentara sobre el argumento de La montaña mágica, cuando comenta impresiones sobre la sociedad que encuentra, un burgués desteñido que se aparece como honesto ante su hermano y amigos.

Una buena novela sobre el desasosiego de la Europa en guerra.

miércoles, 4 de enero de 2012

¿Qué es amar si no desgastarse de a poco? Un limarse en flujo continuo y sutil de lo que resta a uno de libertad e integridad... como si tremenda palabra existiese viendo el espejo caerse a pedazos porque no puede soportar reflejar la profunda tristeza del ser que busca encontrarse frente a sí.

viernes, 23 de diciembre de 2011

¿Qué es una pérdida de algo que nunca se tuvo? ¿Qué sensación en las entrañas de dejar ir algo que nunca estuvo? Eso y otras preguntas rumio, como rumio recuerdos varios, a la orilla de la azotea desde la que veo la ciudad. Esa ciudad sobre la que parece expandirse el silencio torpe que surge de mi pecho y de mi voz tartamudeante. Porque, a pesar de lo digan, la ciudad es un ente vivo que contiene, como jarro de mezcal, las vidas de los que habitan en ella : los vicios, los gritos, las vendimias, los besos y los fluídos ordeñados en extrañas noches ajenas; pero también las miradas, las conversaciones difíciles, las lágrimas anónimas tiradas por la calle con vocación de huellas.

Pienso que si fuera posible hacer una radiografía del piso de la ciudad, sería posible ver una cama larga y fina de ese jugo humano, de ese pedazo de mar que nos introducen al nacimiento reservado para expresar la tristeza. ¡Cómo si no hubiera otra forma de expresarse más que derritirse por los ojos! Sería una cama larga y fina de nuevas y antiguas lágrimas tiradas anónimamente, que esa ciudad seca y marchita reclama para sí en intento ¿exitoso? de conservar algo de vida y calidez.

Y este asunto de llorar es como si uno se diluyera, como si con el paso del tiempo, y con flujo continuo de ese jugo incoloro, la carne se desgajara para volverse agua salada, y de a poco uno fuera haciéndose menos hasta no quedar nada más. La existencia deshecha en mar, podríamos decir. Continúo viendo la ciudad desde la azotea en la que me encuentro, dejando salir un poco de mar de mí para ofrendarlo a la ciudad seca que lo reclama.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Fantasmas

Corría el año en el que te conocí (porque en mi caso el tiempo es Antes de Ti y Después de Ti), habíamos vivido ya los primeros días de viento fresco y yo, junto con la gente, comenzaba a fantasear gratamente con los días de invierno. Había decidido ese día ir a una plaza comercial para buscar el doble libro del vizconde que me ayudaría a recuperar la cordura y, luego de recibir ayuda de una joven distraída, salí con el libro bajo el brazo. Iba de regreso hacia la avenida plagada de monstruos de metal que chillaban en cacofonía angustiada, cuando pasé al lado de un café donde hacían buenas baguettes y un café aceptable. Entré disfrutando ya desde ese momento la silla del rincón que me permitiría silencio y soledad para sumergir en el café las primeras impresiones del libro que traía conmigo. Me acerqué a la barra, pedí y pagué café y algo ralo de comer para no despertar sospechas. Con plato y taza en mano (el libro siempre cálidamente en mi sobaco), pasé por entre las mesas del lugar hasta encontrar aquella silla que me saboreaba desde la entrada. Casi aventé los objetos sobre la mesa para desocupar mis manos, y en entusiasta movimiento caí sobre la silla y rompí rápidamente la delgada envoltura que me había privado de hojear el libro en la tienda. Puse a un lado la envoltura rota, tomé un sorbo de aquél otro oro negro, y me dispuse a leer.


Estaba en la veintena de páginas, cuando la luz artificial del lugar dibujó sobre mi mesa la figura de una persona, levanté la vista y con sorpresa me encontré frente a un hombre de mediana edad, complexión y color de piel medios, con cabello cano y algo de barba plateada. Sus ojillos eran inquietos pero parecían dejar pasar de a ratos, una expresión de tristeza. El encuentro que, ahora que lo veo hacia atrás, ahora que lo recuerdo digo, fue extraño por decirlo de alguna manera, se desenvolvió de la siguiente forma:


El hombre se sentó sin siquiera preguntarme si me importunaba (no pude largarlo porque el hombre tenía a su favor mi debilidad para comunicarme), y comenzó con una diatraba que aparentemente poco sentido tenía en un principio. El hombre se describió como un ser de única categoría, un “diferente”, así lo dijo, que no implicaba necesariamente nula similitud con los otros (creo recordar que el hombre dijo “el resto”). El hombre dijo que a diferencia del resto, él no se desdoblaba, que era único y sólo en el mundo. Que era de oficio perseguidor y de ratos libres fantasma, pero que no se dedicaba a asustar, es decir, que no formaba parte él de la casta de aquéllos que habían sido caricaturizados para placer de los niños (“¿Por qué qué otra cosa es el miedo sino placer por lo desconocido?”). Que él era más bien de los perseguidores acuciantes cuyo objetivo último está en hacer perder la cabeza al perseguido, hacerlo caer en trampas elegantemente escondidas detrás de retruécanos del lenguaje e imágenes cubiertas de neblina.


Sobra decir que el discurso del hombre me había atrapado, sus palabras me atraían como si leyera una novela de intrigas. Estaba yo ahora con mi cuerpo echado hacia atrás, con la mirada fijamente puesta en el hombre, y haciéndome preguntas sobre el origen y la identidad del sujeto, sobre su cordura, sobre sus motivaciones para hablarme, y de sus intenciones hacia mí. Miré a mi alrededor sólo para asegurarme que seguía en el mismo lugar al que había entrado. El bullicio seguía siendo el mismo, pocas mesas ocupadas, un par de adolescentes en la esquina contraria, un grupo de señoras con sendas tazas de café frente a ellas, y en ese rincón, yo y el hombre, en monólogo con poca lógica.


El hombre siguió describiéndose, se dijo atemporal y ubicuo, “¿Se cree usted Dios? Usted está loco”, lo interrumpí. “No, claro que no”, respondió, “yo existo, aquí estoy frente a ti, ¿o puedes negarlo?”. No pude: allí estaba él ocupando un espacio y un tiempo como yo y las señoras y los adolescentes, y los empleados, y las mesas y las sillas. Insistió en su atemporalidad y ubicuidad sin embargo. Pregunté que si estaba en ese lugar frente a mí no podía estar en otro, digamos con su mujer en su casa, ¿cómo podía estar convencido de su cualidad de ubicuo? “¿Cómo sabes tú que no estoy con ella? ¿Estás tú también allá?”, fue lo que recibí como respuesta. Pregunté entonces por sus canas, “¿no son un signo de tiempo?”. “No, las canas son un atributo que otros me asignan, podría no tenerlas” dijo, y enseguida se las quitó. Apareció el hombre ante mí igual que antes, pero sin barbas, sin mayor consecuencia, pero ya sin ellas. Empecé a dudar de quedarme, volté hacia el resto de la gente tratando de buscar una mirada cómplice, y al mismo tiempo tratando de ocultar la angustia que sentía, “¿soy yo la que está loca?”, quise gritar. Me contuve. Volví a mirarlo. El hombre sonreía con mueca tranquila y podría decir también paternalista. Se levantó, tuve temor, caminó hacia mí los pocos pasos que distaban entre nosotros, y se sentó en la silla donde estaba sentada, ocupando el mismo espacio que yo ocupaba, sentándose en la misma posición que yo tenía. El hombre hizo coincidir sus piernas con las mías, su espalda con la mía, sus hombros y cabeza con los míos, su mirada con la mía. Frente a mí quedó una silla vacía, el libro que leía estaba sobre la mesa abierto en alguna página en la veintena. El bullicio del lugar continuaba, nada había cambiado alrededor.


Salí con libro bajo el brazo, con fantasma de oficio perseguidor conmigo. Traté de esconder el deseo de arrancarme de un jalón los cabellos sólo por guardar las apariencias.