sábado, 2 de abril de 2011

La niña y el becerro

Transcribo un cuento cuya autoría debe a Ulises Lara, contado un día cuando estaba sentado en una banca de un parque de Guadalajara. Agregué, a la hora de la transcripción, algunos detalles, la historia original sin embargo, es suya:


Había una vez una niña muy ansiosa e insatisfecha. Era muy común verla con cara de pocos amigos, y cuando creció un poco más, ponía intencionalmente mala cara para que la gente no se le acercara.


No siempre había sido así, sin embargo. Antes, la niña era feliz. Se le veía contenta y sonriente todo el tiempo, rodeada de amigos. Era una niña muy paciente, incluso cuando se le veía sentada sola columpiándose se notaba plena y contenta.


Una vez, sin embargo, la niña perdió la paciencia, se enojó y nunca volvió a contentarse. Se volvió gruñona e impaciente, intolerante y desconfiada… poco a poco perdió a sus amigos, porque ninguno quería estar con una niña que todo el tiempo estaba de malas, porque les impedía jugar felices. Se veía a la niña caminar siempre sola, y aunque en algunos momentos mostraba una sonrisa sutil, si una persona se acercaba, inmediatamente cambiaba su facción para volverse huraña y malhumorada, y apresuraba sus pasos para alejarse de ella lo más pronto posible.


Un día, mientras la niña caminaba, encontró una puerta grande de madera que decía “Bienvenidos al establo más feliz de la región: entre, sírvase un vaso de leche fresca y disfrute”. La cara de la niña inmediatamente se transformó de una de mal humor a otra de felicidad, porque, ¡oh sorpresa! a la niña siempre le había gustado la leche fresca de vaca por las mañanas acompañado con una buena pieza de pan dulce.


La puerta estaba abierta, así que la niña entró. Caminó unos metros y se encontró frente a un llano de pasto verde tan vasto como su mirada le permitía ver, con cercados aquí y allá que encerraban vacas. Siguió caminando, observando los detalles del cambio de paisaje, notando los cambios de las pieles de las vacas, había algunas manchadas, otras blancas, otras negras, otras pardas; unas más grandes, otras más bien pequeñas. Todas ellas pastando tranquilamente, como si la niña no pasara observando detenidamente sus detalles.


Después de media hora de caminar, la niña encontró un cercado dentro del cual no solamente había vacas, sino también becerros. Era el cercado de las vacas que acababan de dar a luz, y que habían sido separadas para que pudieran amamantar a sus becerros cómodamente. La niña se acercó tímidamente, dando un paso cada vez, porque no quería perturbar toda aquella tranquilidad que percibía. Caminó tantos pasos que quedó justo frente a la cerca de madera. Frente a ella, había un becerro que, habiendo sido alimentado por su amorosa madre, jugaba dando saltos. De repente, la niña levantó su brazo, cruzando con él la cerca de madera, intentando tocar al becerro. Éste se detuvo, y se quedó observando el movimiento de la niña; el becerro poco a poco fue acercándose a la niña para olisquear su mano. El olisqueo del becerro le causó a la niña cosquillas, lo que provocó que se riera un poco. El becerro se asustó con el ruido de su risa, y se alejó unos metros. Sin embargo, volvió a acercarse nuevamente a la mano de la niña sin importarle mucho su risa. La niña inmediatamente sintió simpatía por el becerro. Y eso hizo a la niña quedarse en el establo por algún tiempo.


La gente que administraba el lugar, la había aceptado de buena manera para que se quedara, y la niña, a cambio del buen trato que recibía, ayudaba en las actividades del lugar, a veces ordeñaba vacas, otras llevaba pastura a los comederos vacíos, pero también a veces le tocaba limpiar el suelo de los cercados. Sin embargo, todos sus tiempos libres los pasaba jugando con el becerro que había visto saltando el día que había llegado.


Así pasaron los meses sin que la niña se diera cuenta. Todos los días, la niña se levantaba, disfrutaba de un vaso de leche fresca, se iba a ayudar en las labores del establo, y por las tardes jugaba con el becerrito. La niña se dio cuenta que, conforme pasaba el tiempo, el becerro iba creciendo poco a poco: sus patas se iban haciendo más altas, su cara se iba tornando más grande, y su cuerpo se volvía cada vez más grueso para parecerse más a su madre vaca. Y lo maravilloso era que la niña disfrutaba el pasar del tiempo viendo al becerro crecer poco a poco.


La gente del establo observaba todos los días un cambio en la niña, quien pasó de ser una niña renegona y malhumorada, a otra sonriente que disfrutaba los días viendo crecer al becerro.


Con el paso del tiempo, el becerro se transformó en una vaca, como su madre. Un día, la niña vio cómo el becerro ya transformado en una vaca joven, era llevada del establo donde la niña lo había encontrado por primera vez, a otro donde había otras vacas jóvenes. Fue en ese momento cuando la niña se dio cuenta que los becerros, una vez vacas, podían ser ordeñadas para que la gente pudiera tomar leche.


Ese día, la niña aprendió algo que nunca olvidó en su vida: para poder disfrutar de cosas buenas, uno debe ser paciente y esperar para que un becerro pueda crecer lo suficiente hasta convertirse en una vaca que pueda dar leche; mientras tanto uno puede disfrutar viendo al becerro crecer… no hacía falta ser impaciente y desesperarse.


Fue una lección que nunca olvidó.