viernes, 23 de diciembre de 2011

¿Qué es una pérdida de algo que nunca se tuvo? ¿Qué sensación en las entrañas de dejar ir algo que nunca estuvo? Eso y otras preguntas rumio, como rumio recuerdos varios, a la orilla de la azotea desde la que veo la ciudad. Esa ciudad sobre la que parece expandirse el silencio torpe que surge de mi pecho y de mi voz tartamudeante. Porque, a pesar de lo digan, la ciudad es un ente vivo que contiene, como jarro de mezcal, las vidas de los que habitan en ella : los vicios, los gritos, las vendimias, los besos y los fluídos ordeñados en extrañas noches ajenas; pero también las miradas, las conversaciones difíciles, las lágrimas anónimas tiradas por la calle con vocación de huellas.

Pienso que si fuera posible hacer una radiografía del piso de la ciudad, sería posible ver una cama larga y fina de ese jugo humano, de ese pedazo de mar que nos introducen al nacimiento reservado para expresar la tristeza. ¡Cómo si no hubiera otra forma de expresarse más que derritirse por los ojos! Sería una cama larga y fina de nuevas y antiguas lágrimas tiradas anónimamente, que esa ciudad seca y marchita reclama para sí en intento ¿exitoso? de conservar algo de vida y calidez.

Y este asunto de llorar es como si uno se diluyera, como si con el paso del tiempo, y con flujo continuo de ese jugo incoloro, la carne se desgajara para volverse agua salada, y de a poco uno fuera haciéndose menos hasta no quedar nada más. La existencia deshecha en mar, podríamos decir. Continúo viendo la ciudad desde la azotea en la que me encuentro, dejando salir un poco de mar de mí para ofrendarlo a la ciudad seca que lo reclama.