miércoles, 14 de septiembre de 2011

Fantasmas

Corría el año en el que te conocí (porque en mi caso el tiempo es Antes de Ti y Después de Ti), habíamos vivido ya los primeros días de viento fresco y yo, junto con la gente, comenzaba a fantasear gratamente con los días de invierno. Había decidido ese día ir a una plaza comercial para buscar el doble libro del vizconde que me ayudaría a recuperar la cordura y, luego de recibir ayuda de una joven distraída, salí con el libro bajo el brazo. Iba de regreso hacia la avenida plagada de monstruos de metal que chillaban en cacofonía angustiada, cuando pasé al lado de un café donde hacían buenas baguettes y un café aceptable. Entré disfrutando ya desde ese momento la silla del rincón que me permitiría silencio y soledad para sumergir en el café las primeras impresiones del libro que traía conmigo. Me acerqué a la barra, pedí y pagué café y algo ralo de comer para no despertar sospechas. Con plato y taza en mano (el libro siempre cálidamente en mi sobaco), pasé por entre las mesas del lugar hasta encontrar aquella silla que me saboreaba desde la entrada. Casi aventé los objetos sobre la mesa para desocupar mis manos, y en entusiasta movimiento caí sobre la silla y rompí rápidamente la delgada envoltura que me había privado de hojear el libro en la tienda. Puse a un lado la envoltura rota, tomé un sorbo de aquél otro oro negro, y me dispuse a leer.


Estaba en la veintena de páginas, cuando la luz artificial del lugar dibujó sobre mi mesa la figura de una persona, levanté la vista y con sorpresa me encontré frente a un hombre de mediana edad, complexión y color de piel medios, con cabello cano y algo de barba plateada. Sus ojillos eran inquietos pero parecían dejar pasar de a ratos, una expresión de tristeza. El encuentro que, ahora que lo veo hacia atrás, ahora que lo recuerdo digo, fue extraño por decirlo de alguna manera, se desenvolvió de la siguiente forma:


El hombre se sentó sin siquiera preguntarme si me importunaba (no pude largarlo porque el hombre tenía a su favor mi debilidad para comunicarme), y comenzó con una diatraba que aparentemente poco sentido tenía en un principio. El hombre se describió como un ser de única categoría, un “diferente”, así lo dijo, que no implicaba necesariamente nula similitud con los otros (creo recordar que el hombre dijo “el resto”). El hombre dijo que a diferencia del resto, él no se desdoblaba, que era único y sólo en el mundo. Que era de oficio perseguidor y de ratos libres fantasma, pero que no se dedicaba a asustar, es decir, que no formaba parte él de la casta de aquéllos que habían sido caricaturizados para placer de los niños (“¿Por qué qué otra cosa es el miedo sino placer por lo desconocido?”). Que él era más bien de los perseguidores acuciantes cuyo objetivo último está en hacer perder la cabeza al perseguido, hacerlo caer en trampas elegantemente escondidas detrás de retruécanos del lenguaje e imágenes cubiertas de neblina.


Sobra decir que el discurso del hombre me había atrapado, sus palabras me atraían como si leyera una novela de intrigas. Estaba yo ahora con mi cuerpo echado hacia atrás, con la mirada fijamente puesta en el hombre, y haciéndome preguntas sobre el origen y la identidad del sujeto, sobre su cordura, sobre sus motivaciones para hablarme, y de sus intenciones hacia mí. Miré a mi alrededor sólo para asegurarme que seguía en el mismo lugar al que había entrado. El bullicio seguía siendo el mismo, pocas mesas ocupadas, un par de adolescentes en la esquina contraria, un grupo de señoras con sendas tazas de café frente a ellas, y en ese rincón, yo y el hombre, en monólogo con poca lógica.


El hombre siguió describiéndose, se dijo atemporal y ubicuo, “¿Se cree usted Dios? Usted está loco”, lo interrumpí. “No, claro que no”, respondió, “yo existo, aquí estoy frente a ti, ¿o puedes negarlo?”. No pude: allí estaba él ocupando un espacio y un tiempo como yo y las señoras y los adolescentes, y los empleados, y las mesas y las sillas. Insistió en su atemporalidad y ubicuidad sin embargo. Pregunté que si estaba en ese lugar frente a mí no podía estar en otro, digamos con su mujer en su casa, ¿cómo podía estar convencido de su cualidad de ubicuo? “¿Cómo sabes tú que no estoy con ella? ¿Estás tú también allá?”, fue lo que recibí como respuesta. Pregunté entonces por sus canas, “¿no son un signo de tiempo?”. “No, las canas son un atributo que otros me asignan, podría no tenerlas” dijo, y enseguida se las quitó. Apareció el hombre ante mí igual que antes, pero sin barbas, sin mayor consecuencia, pero ya sin ellas. Empecé a dudar de quedarme, volté hacia el resto de la gente tratando de buscar una mirada cómplice, y al mismo tiempo tratando de ocultar la angustia que sentía, “¿soy yo la que está loca?”, quise gritar. Me contuve. Volví a mirarlo. El hombre sonreía con mueca tranquila y podría decir también paternalista. Se levantó, tuve temor, caminó hacia mí los pocos pasos que distaban entre nosotros, y se sentó en la silla donde estaba sentada, ocupando el mismo espacio que yo ocupaba, sentándose en la misma posición que yo tenía. El hombre hizo coincidir sus piernas con las mías, su espalda con la mía, sus hombros y cabeza con los míos, su mirada con la mía. Frente a mí quedó una silla vacía, el libro que leía estaba sobre la mesa abierto en alguna página en la veintena. El bullicio del lugar continuaba, nada había cambiado alrededor.


Salí con libro bajo el brazo, con fantasma de oficio perseguidor conmigo. Traté de esconder el deseo de arrancarme de un jalón los cabellos sólo por guardar las apariencias.