miércoles, 25 de mayo de 2011

Instrucciones para escribir una comedia

Sírvase sentarse a meditar un poco sobre sí mismo. Encuentre un momento de su vida no hilarante sino más bien dramático, si encuentra uno trágico, será más fácil su escritura. Sirvan de ejemplo, la primera vez que se le derramó leche sobre la superficie recién lavada de la estufa, el accidental asesinato de una mosca al tratar de dejarla salir por la ventana, la confusión incómoda de haber pensando que sí le gustaba cuando en realidad no. Si su seriedad de hombre o mujer adulta le dificulta la búsqueda de algún objeto memorioso como los anteriores, yo le puedo prestar uno de los míos, puede ser que al saberlo se le viene con él alguno suyo a la memoria. Tenía yo, digamos cerca de diez años, y me encontraba sentada sobre un volantín con varios otros niños de la edad. Alguno de los compañeros niños daba con fuerza el volantín, lo cual ponía a todos los involucrados (incluyéndome) de feliz humor. Los niños tenían una severa carcajada en sus rostros, mi naturaleza contemplativa me permitía una sólida sonrisa. Observe cerca de la décima vuelta que el movimiento del volantín movía violentamente las flores y ramas que crecían alrededor del volatín, y que sobre una de las flores, estaba posado un saltamontes feo como todos los individuos de esa especie. Se veía que el saltamontes tenía un gran tesón, el insecto se aferraba con fuerza a la flor que lo cargaba. Estaba el animal sin embargo peligrosamente cerca del borde del volantín. Ocurrió entonces en mí un cambio cualitativo, digamos del tipo ontológico, en el momento que el tesón del saltamontes sirvió de catalizador para que mi contemplativa alegría se convirtiera en alguna clase de solidaridad inútil con el saltamontes. Se me ocurrió entonces que podría acercar mi mano cuando el volantín me lo permitiera y rescatarlo de tan peligrosa situación. No fue así sin embargo. Lo tomé dentro de mi puño de niña y traté de incorporarme. La fuerza que hice contra la velocidad del volantín para incorporarme fue tal que cuando abrí la mano, el insecto había muerto del apretón.



Una vez que usted tiene en sus manos el momento trágico que su memoria le haya permitido recordar, permítase contemplarlo de lejos, recupere el evento en sí y tórnelo de lado, de arriba abajo, hasta que comience a observarlo de otra forma. Hasta que, a fuerza de repetición, pierda el sentido primero, y adquiera otro, súmele lo que usted desee. Tome un bolígrafo y papel, y comience a escribir antes de perderse en la vorágine de significados-significantes.

Conversión de los cuerpos

Los senos (o glándulas mamarias, para los cuidadosos de las fórmulas sociales) de la mujer a quien observo se mueven al ritmo del movimiento del camión que tomé hace ya una media hora. El movimiento de los senos de la mujer que, vale la pena la aclaración, me permito ver no debido al gusto erótico por los mismos, sino debido simplemente a que no hay nadie viéndome a mí verla a ella, el movimiento entonces de los senos de la mujer me hace pensar en diversas cosas que responden a una feliz variedad de temas. El movimiento arriba-abajo-arriba-abajo, y a veces, arriba-izquierda-abajo-derecha, de las mamas de la dama sentada a unos asientos de mí, me hace recordar aquellas ocasiones en las que yo misma sentada en un lugar igualmente inquieto, saltaba cuando tomaba el transporte público de la escuela secundaria a la que asistía de regreso a mi casa. Y recuerdo en ese momento, que ese movimiento de arriba-abajo-izquierda-derecha me provocaba más bien risa que molestia, porque en ocasiones iba acompañada, y el movimiento también modificaba el ritmo de mi conversación con mi compañera: en-tons-esy-o-lede-cía-queno-lehi-cier-a-caso-has-taqu-eno-ha-blara-bie-ncon-mi-go (arriba-abajo-izquierda-derecha), y uno hacía como si no hubiera diferencia en el ritmo de la conversación, lo cual sólo convertía la situación en una más hilarante.


El curioso movimiento de las mamas de la dama a quien veo, no obstante, me hace pensar con mayor detenimiento en un fenómeno (he de llamarlo así), que definiré como conversión de los cuerpos. Digamos por ejemplo, que soy yo una buscadora de lo estético per se y que al visitar el mercado, me detengo frente al puesto de mangos, que observo como unas bellas piezas de un llamativo color amarillo (aunque la piel de la fruta tiene sus detalles, algunos destellos verdes, algunas piezas con mayor intensidad de color, etc.), son los mangos, observados por mí de esa forma, objetos de arte, sin mayor esfuerzo que solamente haber sido colocados en orden por el tendero y cuyo logro magnífico de la apariencia debe solamente al efecto del sol, la tierra y el agua. Los mangos son entonces piezas estéticas que bien pudieran estar al lado de La Pietà, por ejemplo. Sin embargo, mi sentido de supervivencia provoca en mi conducta la decisión de acercarme al tendero y pedirle que me ponga en bolsa un par de aquellas piezas a módico precio, y entonces ingerirlas luego de haber llevado la bolsa hasta mi casa. Los objetos de arte se convirtieron (sin que pasara demasiado entre ambos momentos) de ser un acto estético a servir como un instrumento para mi preservación biológica, es decir, los mangos eran (así, sin limón ni sal) para luego ser el medio de. El mango sufrió una transformación que si bien no fue de materia, fue en ésta donde se pudo observar la consecuencia de tal conversión.


Yo soy aquellos mangos también. Tú me observas como yo observaba los mangos en aquél primer momento en que los definía como objetos de arte. Yo triangulo ese deseo de encontrar lo estético per se al definir el bello movimiento de las mamas de la dama sentada a unos asientos del mío al ritmo del transporte público por el medio de una calle sin nombre dentro de la ciudad; sin embargo, convierto irrespetuosamente el cuerpo de la mujer en un instrumento para mi deleite memorioso de la secundaria, y al mismo tiempo (por que mi cerebro me permite, ¡oh! pensar en concatenación) me sirve como medio a través del cual recuerdo tu mirada de espectador de museo que algún día me asignaste.